lunes, 29 de diciembre de 2014

Me compré un gurú (Elena Prado)



El Maharishi Mahesh me inició en la práctica de la meditación trascendental antes de convertirse en el iluminado guía de los Beatles

Yo lo vi primero. Fue en un atardecer de octubre en Porto Alegre. El avión demoraba la salida y los pasajeros se impacientaban. Yo no tenía ninguna prisa por partir. Mientras siguiera allí, la cita de amor, el intenso y desesperado reencuentro, la penosa despedida que acababa de aceptar como el último detalle de la fatalidad, no habrían concluido.
Todavía podía pensar que no era la mujer “sola” que regresaba a Buenos Aires con un pasaje vencido: “Dicha: ida y vuelta”. No, ya no era tiempo de pedir un milagro. Y sin embargo, al volverme, vi la aparición. Estaba de espaldas, con el pelo negro, suelto y canoso-“sal y pimienta”-cayéndole sobre los hombros. Un brazo frágil y una mano delgada, en ademán de adiós, levantaban la ligera tela de la túnica blanca. Me sobresalté.
¿Era una respuesta a ese ruego silencioso que no me atrevía a formular? ¿Era un mensaje para mí?
En ese momento se volvió. No era una mujer. Era un hombre, pequeño, de largas barbas. Lo vi fugazmente cuando pasó, escoltado por una pareja de eficientes norteamericanos. Llevaba un ramo de gladiolos rosados y se instaló, hasta desaparecer pausadamente tras un respaldo, dos asientos más adelante.
Recordé la predicción de una vidente, una predicción casi olvidada: “En un viaje de regreso a Buenos Aires encontrará al “maestro”, a su “gurú”. Él le dará la paz, y esa paz transformará su vida.”
Empecé a sentirme extrañamente protegida y acompañada.
Varias veces tuve la tentación de acercarme a ese lugar que parecía vacío y abordarlo, pero me contuve. Sentía que el destino trabajaba por mí y que no debía forzarlo. Era preferible que obrara por sí solo, insensiblemente, como un roce de plumas, como un soplo sobre mis párpados cerrados.
Cuando me desperté aterrizábamos en Ezeiza.
El personaje de mi visión, amurallado ahora por un grupo de norteamericanos, se esfumó entre la multitud.

Un pañuelo, una flor, una fruta, una moneda

Pocos días después me llamó una amiga, una especie de girl scout de las “peregrinaciones a las fuentes”, campeona en los saltos de garrocha que conducen de una vidente a una cartomántica, de un astrólogo a un yuyero, de una sociedad teosófica a un curso de hatha-yoga, de un centro espiritista a un campamento de gitanos, de un psicotest a la borra del café.
-¡Elena! ¡Hay un santón en Buenos Aires! Es el Maharishi Mahesh. Lo he visto por la “tele” y es una monada. Está en el Alvear Palace y recibe esta tarde.
Paso a buscarte dentro de media hora-exclamó en ese tono con que el marinero español hubiera gritado “ ¡Tierra!” si hubiese tomado clases de dicción con María Belén.
Fui. El roof-garden del Alvear estaba atestado de gente y de intenciones, buenas, malas, neutras. Las caras y el aspecto general delataban lo que cada uno había ido a buscar: show, faquirismo, novedad, mensaje del cielo, ilusionismo. Yo necesitaba una receta para mi angustia, un neutralizador de recuerdos, un tiempo de paz en algún lugar del porvenir.
Me abrí paso dificultosamente entre curiosos comentarios: “¿No te hace acordar a Omar Khayyam?” “¿Cuál? ¿El de la sedería de la calle Lima?” “No, tonta; ese que habla tanto del vino”, “ ¡Ah!, yo no sé, como yo no tomo..” o “Te digo que es una mujer!” “ ¡Pero si tiene barba…” “ ¡Bah! También tiene collar, y además ¡esa voz!”
Llegué.
¿Habéis adivinado, sagaces y queridos lectores? Os prometo no volver a impacientaros con excesivos suspensos. Y bien, sí, era “mi” gurú. En adelante Maharishi (Maha: Gran; Rishi: Sabio) Mahesh.  Estaba descalzo, sentado como un loto sobre una piel de gamo y llevaba un largo collar de cuentas. Hablaba con una voz aflautada, chirriante. El graznido estridente y cascado estaba entrecortado por pequeñas risas que matizaban su extraño inglés de duende: “Sé que el día en que todos los problemas mundiales, regionales o nacionales, puedan ser conducidos hacia la búsqueda de la tranquilidad individual, habremos encontrado la receta de la paz eterna. Todos los males de la humanidad-guerras, epidemias, carestías y terremotos- son solamente síntomas de tensiones.
Pero la tensión aunque sea una de las enfermedades más contagiosas, puede curarse con una hora de meditación diaria: media hora por la mañana y media hora por la tarde. Hay que eliminar la ansiedad. Yo puedo iniciarlos en la Meditación Trascendental: el arma que les permitirá alcanzar la felicidad interior.”
No tenía la aureola de un santo ni la fuerza magnética de un iluminado. Pero respiraba serenidad, energía, buen humor. Si bien sus risas podían resultar desconcertantes, tal vez estuvieran dirigidas al hecho de tener que explicar cosas tan obvias, tal vez a la puerilidad de esa muchedumbre que había estado jugando a la gallina ciega cuando era tan fácil jugar a la piedra libre.
“Este método no exige dotes especiales de concentración. Todos pueden practicarlo sin sustraerse de sus actividades habituales. No hay que hacer ningún esfuerzo ni entregase a la vida contemplativa. Es ideal para el hombre de negocios, proseguía.
Era un resumen de los beneficios de la serenidad interior. Nada que se diferenciara mucho de todo lo que yo había leído, oído y hasta intentado practicar alguna vez. La falta de constancia, la lentitud de los progresos me habían vencido. Pero en medio de esta exposición primaria, de ese ABC del pensamiento indio que escuchaba ahora, había dos elementos diferentes de los conocidos: no me exigía gran dedicación y se me proporcionaba una técnica casi automática: un mantra (palabra o frase que favorece la concentración), “mi” propio mantra personal, a cambio de un pañuelo blanco, unas frutas, unas flores, y una donación voluntaria. Era un buen negocio. El mismo Maharishi lo repetía. Para formalizarlo, entregué a los ayudantes un papel donde figuraba mi nombre y el motivo que me guiaba.
El gurú sonreía.

El Maharishi me da mi palabra

Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, cargada con una cesta de frutas, un ramo de gladiolos rosados, un sobre de discreto contenido y un pañuelo que no utilizaría para llorar, acudí a recibir mi palabra de poder.
Varios grupos, de unas cincuenta personas cada uno, esperaban su turno, escuchando las indicaciones de los instructores: los aspirantes, después de entregar un papel exactamente igual al del día anterior, recibían su mantra de boca del Maharishi. Jamás lo repetirían a nadie, y a sí mismos, solo en voz baja. Inmediatamente, allí mismo, tendría lugar la primera práctica: con los ojos cerrados y la mente en blanco, tratando de no luchar con los pensamientos inoportunos, el iniciado repetiría para sí las sílabas milagrosas.
Cuando me acerqué al maestro, sentí una vibración bastante intensa, que se agudizó cuando la palabra se convirtió en “la” mía.
La Meditación Trascendental, “el agua que riega el árbol de todas las religiones”, comenzó.
Colgados de sus ramas, con los ojos cerrados, católicos, judíos, mahometanos, evangelistas, ortodoxos, estrenábamos la “regeneración espiritual”. Yo sentí enseguida sus beneficios: relax y placidez. No había arrojado en vano mis monedas en la fuente. Otros no alcanzaron a mojarse los pies: les dolió la cabeza. Otros se abandonaron demasiado a la corriente: se durmieron.
Abrí los ojos, El Maharishi se alejaba sonriendo, como para siempre.

El camino de la luz

Se sabe que el Maharishi Mahesh Yogi nació hace unos cincuenta y seis años en la provincia de Uttar Pradesh. Hay quienes dicen que sus principales rasgos los heredó de su padre, que era recaudador de impuestos. A los treinta años se convirtió en discípulo del gurú Dev, un famoso santón del Himalaya que predicaba la palingenesia o resurrección después de la muerte, a través de la meditación y la plegaria. El maestro murió en 1952, lo cual no indica en absoluto que sus doctrinas fueran erróneas o que el discípulo no quiso ponerlas en práctica para asumir la dirección del movimiento. A él le interesaba predicar para el mundo, y como “la montaña no fue a Mahoma”, fue a escalarla seis años después en reiterados viajes a Estados Unidos, Sudamérica, Gran Bretaña, Australia, Escandinavia, etc.
Esos escalamientos despertaron al principio escasa atención. La gente no estaba madura para recibir el mensaje. Pero en 1965, cuando había alcanzado el punto de sazón, el Maharishi comenzó la gran cosecha. Los “Centros de regeneración espiritual” proliferaron al mismo tiempo que las cabelleras y el “dígalo con flores” de los hippies (“cualquier semejanza es mera coincidencia”). Poco a poco la cuota de admisión se amplió hasta fijarse en dos días de jornal, de sueldo, de renta.
Actualmente el movimiento cuenta con más de doscientos cincuenta mil adeptos y con filiales en unos ciento cincuenta países. El profeta dice que bastaría que el uno por ciento de la población mundial adoptase su sencilla fórmula para que desaparecieran instantáneamente no solo los peligros del conflicto sino la inercia de los países subdesarrollados y de las amenazas a infartos cardíacos. Claro que sería necesario que ese uno por ciento (unos treinta millones de personas) estuviera integrado por algunas figuras políticas que padecen de grave “tensión individual” y que sería ocioso mencionar, mi sagaz y querido lector.
Prosigamos. La “casa madre” está en Rishikesh, a unas ciento sesenta millas al norte de Nueva Delhi, en la pendiente del Himalaya y cercana a la orilla del Ganges. Es una espléndida villa, emplazada, junto con numerosos cottages donde se alojan los meditabundos, en un área de diez kilómetros cuadrados. Muy cercano corre el Ganges de aguas purificadoras para el espíritu. Para el cuerpo, existen instalaciones de agua corriente, fría y caliente, y todos los elementos que exige el confort moderno.
¿Se asemeja a un ashram que es, por definición, una sencilla construcción en zona apartada, donde el sabio se recoge con los discípulos? Esta sencilla charada puede tener dos soluciones, de acuerdo con exceso de buena o mala fe.

“Me lavarás con agua y seré más blanco que la nieve”

Las condiciones esenciales que el sistema de pensamiento indio, y , en general, el de todas las filosofías orientales exigen de aquellos que aspiran a entrar seriamente en el camino que conduce a la verdad, pueden resumirse del siguiente modo:
La primera: “Debe existir un intenso e incesante anhelo de liberarse de las miserias de la vida y de alcanzar la suprema felicidad espiritual. No debe experimentarse el menor deseo por ninguna otra cosa. La segunda condición es el esfuerzo incesante, con cuidadosa y estricta observancia de ciertas reglas de conducta y el cultivo de las virtudes de impasibilidad y discriminación.
La tercera es la búsqueda de un gurú, genuino maestro que pueda guiar al aspirante, con rectitud y buen éxito, a la meta destinada.
Sólo un maestro viviente puede enseñar la verdad, porque esta es la encarnación de la verdad que buscamos. Cuando el maestro aparece, su actitud es tan natural que el recién llegado no experimenta asombro ni timidez y todas sus facultades críticas de pensamiento y de curiosidad se extinguen”
Analiza analizador.
El Maharishi Mahesh-maestro que demuestra un “incesante anhelo de liberarse de las miserias”-, en forma de verdad revelada ha vencido el asombro, la timidez, las facultades críticas y la curiosidad de una tumultuosa parte del Absoluto manifestado: los Beatles, Mia Farrow-ex mujer de Frank Sinatra-, los Beach Boys , Shirley Mac Laine, Rita Tushingham, contingentes de turistas norteamericanos, contingentes de poderosos suecos, contingentes de millonarios alemanes, han atravesado esforzadamente la “cortina de oro” que significa seguir un curso de meditación en la “cueva” de Rishikesh.
En cuanto a los “centros” que funcionaban en el exterior, la palabra sembrada por el Maharishi, regada por las aguas de la Meditación Trascendental, han dado copiosos frutos de distinta forma y diferente material. Según el músico Paul Horn, meditar es como sacar diariamente del banco el dinero que hay que gastar, y de acuerdo con las declaraciones de Paul Levy, que estudia en la Universidad de Nueva York, sirve para cortarse el pelo y recuperar la concordia familiar. En cambio otra estudiante del mismo lugar ha conseguido fortalecer su cuero cabelludo al lograr que la sangre circule libremente. Millares de jóvenes han cambiado el ácido lisérgico por la concentración, “esa rara droga que ayuda a perder el carácter ilusorio de la personalidad y aún destruirla sin destruirse físicamente”. Ni siquiera lo que habitualmente denominamos “fuerza bruta” ha sido insensible a esta poderosa corriente de “fuerza espiritual”. Baste notar que el pugilista Emil Griffith, antes de enfrentarse con Benvenuti por el título mundial de peso mediano, ha declarado: “En nuestro deporte, las condiciones físicas cuentan tanto como la serenidad espiritual. He oído decir que el “santón” hace milagros en este terreno. Necesitaría de su colaboración para enfrentar a mi adversario en las mejores condiciones psíquicas”. El Maharishi no recogió su invitación. No podía abandonar a sus fieles por una cuestión de pesos medianos.

De “Lady Madonna” a “Lord Maharishi”

Patti Boyd, la mujer del beatle George Harrison, arrojó la primera piedra. George, que ya se interesaba por la música india, la recogió. Siguió circulando: John Lennon, Ringo  y Paul y sus respectivas esposas no escondieron la mano. Hasta Jenny, teenager hermana de Patti, entró en el juego. El clan de los Beatles había recibido en pleno el llamado de la beatitud.
Abandonaron “Lady Madonna”, el disco que debían lanzar este invierno, en manos de su administrador y partieron rumbo a Rishikesh. Estaban dispuestos a ayunar treinta horas en bien de su “regeneración espiritual”.
Esta se inició con el cumpleaños de George Harrison: globos, dulces, banderines, flores, canciones y reglamentaria torta. Ceremonia: el Maharishi untó la frente de George con pasta de sándalo. Regalo: el Maharishi regaló a George un globo terráqueo invertido, símbolo del estado actual del mundo y le encomendó darlo vuelta con meditación. Obediencia: George lo volteó inmediatamente diciendo: “Ya lo enderecé” Fin de fiesta: aplausos, oración hindu entonada por Mick Love, de los Beach Boys de California, con el acompañamiento del instrumentista Ajit Singh; “Happy birthday to you” por los sesenta y ocho miembros de la congregación. Apagón de velas.
George Harrison dijo que había prolongado su vida en veinte años, por lo menos. John vendió su Rolls Royce para ayudar a la apertura de otros centros. Ringo Starr y Maureen regresaron a Londres porque extrañaban a sus hijos, conformes con la “ermita” que “satisface todas las exigencias del mejor campamento de descanso y nada hay que decir de la comida”.
La policía visitó el centro de Rishikesh dispuesta a tomar medidas: el número de extranjeros y las cuotas establecidas-una semana de entradas hace cientos de millones semanales-exigían un pago de impuestos y un cambio en el rubro del lugar: “alberge” en lugar de “retiro”. Los fotógrafos y periodistas fueron agredidos por los guardianes y rechazados hasta más allá de un kilómetro de distancia, área que parece abarcar la meditación trascendental, etc, etc.
¿Y?
Hagamos un balance desapasionado, con cargos y descargos.
Se reprocha a Maharishi:
Ser demasiado sensible al poder del oro
.(¿y por qué habría de reducir la superficie de su sensibilidad?)
Que viaje en un avión Beechcraft de dos motores y que cuente también con un helicóptero.
 (Bueno, no hay que pretender que cruce el mar caminando sobre las aguas o que viaje sobre una alfombra mágica: los milagros también pueden ser síntomas de orgullo)
     3  Que cobre altas cuotas de ingreso (¿No es esto una prueba para la fe de los adeptos?)

4 Que se aloje en los mejores hoteles
  (Son tan buenos para meditar como cualquier prestigiosa “cueva”; inclusive exigen un poder mayor de abstracción y desapego)

5. Que Rishikesh sea un lugar confortable
(La fe de los adeptos debe vencer de este modo pruebas más sólidas que el hambre, la mortificación y la carencia. La humildad y la pobreza suelen ser un camino fácil: no es oro todo lo que no reluce)

6. Mi amiga, la que me ayudó a ir al encuentro de mi gurú, sostiene que no he recibido ningún beneficio de mis prácticas, y que mi paz actual se debe a que he dejado de estar enamorada.
(Con las mismas razones sería posible sostener lo contrario)

Podría agregar algunos puntos más, públicos y privados, a este debate. Pero él es mi gurú, estoy unida a él, y siento que estoy turbando el área de su Meditación Trascendental.




en "Yo Claudia" (obra periodística de Olga Orozco) Ediciones en Danza 2012

domingo, 28 de diciembre de 2014

Nostradamus, un viaje al porvenir (Richard Reiner)





Admirado y respetado por sabios y reyes, su asombroso poder predictivo lo condenó a la insondable soledad de quien ya sabe cuanto ha de ocurrir
"Sentado, de noche, para mis estudios secretos, solo, reclinado en mi sitial de bronce, iluminado únicamen­te por una exigua llama, hago prosperar lo que no debe creerse en vano. La vara en manos y colocada en me­dio de los ramales del agua moja la frente y el pie. Miedo y una voz que vibra. Hay un esplendor divino, el Adivino se sienta cerca de este lugar."



El Adivino acaba de escribir esta primera frase. Es­tá sentado en ese lugar, una buhardilla invadida por las sombras y las luces que rescata del porvenir, en una pequeña población de Provenza: Salon-en-Crau. Es el 14 de marzo de 1547. Hainiciado un viaje por las cen­turias que quedará consigna­do en sus Centurias. Este viaje le llevará diez años de su vida terrestre, pero llega­rá hasta el año 2000, en asom­broso vuelo astral por el des­tino del planeta.
La luz de la bujía tiembla al soplo de vientos que ven­drán; en el agua que colma la vasija de cobre se dibujan mapas, catástrofes, reyes y castillos que surgen de las profundidades del futuro; los ojos hundidos, el rostro de­macrado, la barba de dos pun­tas componen una especie de figura de proa que avanza entre los signos de la eterni­dad, cortando las tinieblas.
¿Brujo? ¿Vidente? ¿Loco? ¿Impostor? ¿Demonio?
¿Quién se atreve a juzgar­lo?
"Que aquellos que lean es­tos versos los pesen con ma­dura reflexión. Que el vulgar, el ignorante y el profano se aparten. Que todos los astró­logos, los imbéciles y los bár­baros se alejen. Maldito sea, de acuerdo con el rito, aquel que actúe de otra manera." Con estas palabras, Michel de Nostradamus selló la entrada a sus profecías. El que esté libre de todas estas culpas, que arroje la primera piedra contra el cristal cifrado de su fama.

HABIA UNA VEZ...

Un rey de Provenza que se llamaba Rene y tenía en su corte dos médicos astrólogos: Jean de Saint-Rémy y Pierre de Nostre-Dame. Uno tenía un hijo —Jacques
y el otro una hija —Renée— que se casaron y tu­vieron un hijo: Michel.
Michel de Nostradamus —como se llamaría después
nació el 14 de diciembre de 1503, bajo el signo de Sagitario, predestinado, desde la cuna, a inspeccionar el cielo con el mismo bonete constelado y la mirada larga de sus dos abuelos.
El abuelo materno, Jean de Saint-Rémy, inició a su nieto en las letras, el latín, el griego, el hebreo, las matemáticas, y esa combinación de astronomía y as-trología que entonces se denominaba "la ciencia celes­te". Cuando murió Jean, Pierre de Nostre-Dame conti-
Estos dos ancianos de barbas blancas, judíos conver­ses, trasmitieron en secreto a Michel los secretos de la Cabala
Ese hermetismo hereditario le abrió las puer­tas de lo desconocido. El iniciado se internaba noche a noche por esos pasadizos llenos de humo que condu­cen al corazón aletargado del misterio.

LA MUERTE Y SUS CAMPANAS

En Montpellier. a cuya Universidad se trasladó Mi­chel para completar sus estu­dios de medicina, otros ojos vivaces sondeaban las tinie­blas subterráneas, otros' pa­sos confusos estremecían las vigilias, otros dientes roían la esperanza de los estremecidos corazones. La peste bubónica imperaba con su corte de ra­tas. La población era víctima de la enfermedad y del miedo. Se interpretaban los signos de la tierra y el cielo. Todos eran adversos: el sol signifi­caba el apogeo de la peste; las nubes contenían turbias ame­nazas; la lluvia semejaba un trote de viejas alimañas.
La muerte tocaba las cam­panas. Estas tañían sin cesar desde los carros en los que se apilaba la lúgubre cosecha. Los embajadores de la muerte visitaban las casas de sanos y de enfermos. Eran patéticos personajes que vestían túni­cas de durísimo cuero y ca­misas empapadas de aceite; llevaban un diente de ajo en la boca, cucuruchos de algo­dón en las narices, y miraban a través de dos discos de vi­drio incrustados en las más­caras de tela. Los que no morían de peste se desmayaban frente a tales médicos, figu­ras del delirio, visiones de fe­briles pesadillas que apresuraban la agonía al surgir de una nube de fumigaciones de áloe, almizcle y ambas, tan temibles como el anuncio del infierno.
Detrás de estos maestros del horror llegaba Nostrada­mus, sin ninguna defensa, con buena fe y buenas in­tenciones. No compartía esos distantes medios combativos. Practicaba una observación directa: el análisis de las secreciones de cada enfermo, la higiene y una medicación más drástica que el humo.
La peste corría. Nostradamus también. Cuatro lar­gos años vagó detrás de ella evitando que Narbonne, Toulouse, Bordeaux, Avignon y Carcassonne se con­virtieran" en lúgubres desiertos.
Las campanas de la muerte se callaron. La fama de Nostradamus —precursor de la profilaxis antiséptica— fue cantada hasta en la cabecera del cardenal de Claremont y en la del Gran Maestro de los Caballeros de Rhodas.
Un destino errante hacia la luz 

Los resentidos y hostiles maestros se vieron obligados a laurearlo en Montpellier: recibió el gorro de cuatro puntas, la capa de terciopelo púrpura orlada de ar­miño ¡y el cinturón dorado, atributos de los miembros de la Hermandad de Hipócrates. 
Pero a lo largo de todos esos años errabundos el vien­to y la inquietud se habían adherido fuertemente a las suelas de sus zapatos. Y Nostradamus continuó viajan­do. Recorrió la Provenza y el Languedoc bajo una lluvia de flores, de regalos y de besos que le caían, al pasar, en las fugitivas manos. Al llegar a Agen se de­tuvo y se casó con Adriette de Loubéjac, con la cual tuvo dos hijos. 
La muerte, acostumbrada a huir delante de sus pa­sos, no toleró esos años de quietud y decidió vengarse. Se cobró con creces sus antiguas derrotas. Fue a bus­carlo a Agen y le arrebató a su mujer y a sus dos hijos. 
Nostradamus montó en su mula y volvió a peregri­nar. Fue a Turín, a Milán, a Genova, a Venecia. Toda­vía hay casas y albergues que dicen "Por aquí pasó". Conoció a muchos sabios, alquimistas, videntes, posi­bles masones y posibles rosacruces, y en la soledad de -sus maravillosas travesías tuvo la primera revelación. 
Se encontró, cerca de Ancona, con dos frailes fran­ciscanos. Bajó de su mansa cabalgadura y se arrodilló humildemente a los pies del más joven, exclamando, ante el asombro y las sonrisas de los pocos que presen­ciaban la escena: "Rindo homenaje al futuro Pontífice de Roma." 
El joven franciscano se llamaba Félix Peretti y en 1585 se convirtió en el papa Sixto V. 

LA MUERTE LLAMA OTRA VEZ 

Nostradamus regresó a Francia y se recluyó en la célebre abadía de Orval. Observó las severas reglas monásticas de esos hermanos hasta que a las campa­nas de los maitines se mezcló un redoble trágico, ya demasiado conocido. 
Desde Marsella, desde Aix, desde Lyon, la peste lo convoca. Nostradamus acude a esas ciudades que pa­recen reducidas a hospital y cementerio y se prodiga en milagrosas curas. Arranca piezas vivas de las fau­ces de su vieja enemiga. 
La muerte comienza a morirse de hambre. 

EL BRUJO DE SALÓN 

Michel de Nostradamus ha cumplido cuarenta y cua­tro años. La comuna le asigna una elevada pensión. Se retira a Salon-en-Crau, en Provenza. Allí se casa con Anne Ponsart Gemelle, para perpetuar su estirpe y su apellido. Es cierto que su estirpe no hunde sus raíces en la sangre sino en las profundidades del misterio, en pirámides, oráculos y pétreos calendarios, y que está perpetuada en adivinos, en magos y en astrólogos has­ta el fin de los siglos. En cuanto a su apellido, su hijo César, nacido en 1555/ sólo lo perpetuará a través de la carta que Nostradamus le dirige y que figura, a ma­nera de prólogo en sus prodigiosas Centurias. "Hijo mío, tú puedes fácilmente, a pesar de tu tierno cerebro, comprender que las cosas que deben ocurrir se pueden profetizar por las luminarias nocturnas y celestes, co­mo, asimismo por el espíritu de profecía." 
Era esto, justamente, lo que el Adivino había comen­zado a anotar en complicadas cuartetas aquella noche de 1547, instalado en la buhardilla de su casa, entre enormes libracos y extraños instrumentos: astrolabios, compases, alambiques, espejos mágicos y varitas adivinatorias. 
(Los biógrafos afirman que Nostradamus poseía an­tiguos documentos egipcios, heredados de sus abuelos, y que los quemó después de aprenderlos de memoria. "Los judíos —-dicen Moura y Louvet en La vida de Nostradamus- no dejaron de apoderarse, en el momento del Exodo, de todos los documentos que se hallaban en las cámaras de iniciación egipcias, de todas las fórmulas geométricas, cosmográficas y algebraicas empleadas más tarde en la Torah y en la construcción del Templo de Salomón. Luego, un mal día, los romanos destruyeron ese Templo, donde se guardaban con severa custodia esas fórmulas, aún cuando ya el edifi­cio no fuera el primitivo; pero antes de que ello ocu­rriera, las fórmulas habían desaparecido. No se igno­ra que cuando los gentiles entraron en el Sancta Sanctorum lo encontraron vacío." Se supone que los docu­mentos se trasmitieron de padres a hijos entre los des­cendientes de los constructores del Templo, de los sa­cerdotes, o de los allegados al rey de Jerusalén. 
Nostradamus declara no haber querido conservar "ciertos volúmenes que habían estado ocultos muchos siglos" y que los quemó. Agrega que el fuego ardía en una "llama más brillante que cualquiera otra llama, co­mo si una luz sobrenatural alumbrara de pronto toda la habitación". 

EL FARO DE LA FAMA 

Extinguida esa luz, quedó brillando la de su fama, que atraía a Salón a muchos personajes ilustres, sobre todo a partir de marzo de 1555, época en que se publicó la primera edición de sus Centurias. La apacible y pe­queña ciudad se convirtió en una ciudad famosa, con­movida a todas horas por las ruedas de las berlinas y los cascos de los caballos que llegaban, trasportando a curiosos o inquietos visitantes, desde todos los puntos cardinales. 

ENTRE REYES Y REINAS 

En la Sala de Estampas de la Biblioteca Nacional de París, un grabado del siglo XVI —año de 1556— nos muestra al mago en plena función junto a los reyes de Francia. Lo vemos en primer plano, sentado en un si­llón en la terraza del castillo de Blois, frente a la bella y prolija perspectiva de los jardines. Con el codo apo­yado en una mesita, consulta las páginas de un grimorio. Enrique II y Catalina de Médicis están de pie detrás de Nostradamus. Con excepción del duque de Alençon, que entonces tenía dos años, los príncipes (serán Fran­cisco II, Carlos IX y Enrique III) parecen sumamente interesados en las revelaciones del profeta. 
No fue benévolo con la fámula real, pero fue suma­mente preciso. 
Ya había anunciado en sus Centurias —y este hecho provocó la invitación de los monarcas— el destino de Enrique II: "El león joven vencerá al viejo en torneo en campo abierto; le perforará un ojo a través de jaula de oro, y le hará perecer de una espantosa muerte." 
(Tres años después, en julio de 1559, Enrique II or­denó una serie de festejos para celebrar el casamiento de su hermana Margarita con el duque de Saboya; en­tre ellos, un espectacular torneo. Hábil en el manejo de las armas, Enrique invitó gentilmente al joven conde de Montgomery a romper lanzas. El conde declinó mo­destamente un honor tan grande, pero tuvo que ceder a las instancias del rey. El juego marcial desembocó rápidamente en el horror: la larga lanza del caballero de Montgomery penetró por la hendidura del casco real ("la jaula de oro") y perforó el ojo de su rival. Unos días después "el viejo león" moría entre horribles su­frimientos.) 
Aún no se ha cumplido la temible profecía en el momento en que los soberanos consultan al vidente en la terraza del-castillo de Blois. Catalina de Médicis, aficionada a las ciencias ocultas y a la astrología, está inquieta por el destino de sus hijos varones. Quiere saber si reinarán. Las consultas son muchas. En una de ellas, Nostradamus hace aparecer frente a la ansiosa madre, "materializadas" en un espejo mágico, las imágenes de los tres futuros reyes de Francia. Cada uno gira sobre sí mismo tantas veces como años le aguardande reinado: una vuelta y se va Francisco II, en lánguido desmayo, hacia la muerte, catorce vueltas y se va Carlos IX llevado por una ráfaga de excesos y de remordimientos; quince vueltas y cae Enrique III bajo el puñal de un monje vengativo

DETRÁS DE LOS VELOS 

Los vaticinios de Nostradamus abarcan guerras, pes­tes, triunfos, derrotas, cataclismos, no sólo para Fran­cia sino para otros países de Europa, y aun para el mundo entero, y llegan hasta el año 2001.
La lectura produce una impresión caótica y hasta resulta inútil en muchos pasajes por la imposibilidad de encontrar algún significado. Pero tal vez esa "oscu­ridad velada" halle su explicación en la epístola a su hijo César, que acompaña la primera edición de las Centurias: "Los reinos, sectas y religiones sufrirán ta­les cambios, que si yo lo expresare claramente, estos reinos, sectas y religiones los encontrarían tan poco a su gusto que impedirían su publicación." Y en la epís­tola al rey Enrique II, agrega que "los tiempos exigen que tales eventos ocultos no fuesen profetizados más que en forma enigmática" y que "si lo quisiera, bien podría fijar la fecha para cada cuarteta...; pero esto podría ser desagradable para algunos."
El resultado de tal previsión son esas cuartetas escri­tas en un lenguaje alambicado y ambiguo, mezcla de provenzal y francés, salpicado de vocablos inventados cuyas raíces habría que buscarlas en el latín, el griego y el hebreo. Sinónimos, metáforas, anagramas, espesan aún más los velos que recubren este "tarot en verso", este "caleidoscopio cabalístico".
"Chyren" es el anagrama de "Henryc"; París se con­vierte en "Ripas", France en "Nercaf"; Italia se llama "Mesopotamia" por estar rodeada de agua (del griego Potamos); la "Dama sola" es Francia; "La Ciudad Nue­va" es sinónimo de Ñapóles (Nea: nueva, polis: ciu­dad); "Testa rasada" es Napoleón; "El Gran Sobrino" equivale a Napoleón III, etcétera.
Los pacientes intérpretes nos dan una versión que los implacables detractores adjudican al afán —de bue­na o mala fe— de hacer coincidir las predicciones con el desarrollo posterior de los acontecimientos, que tam­poco figuran ordenados en la real sucesión de los tiempos.
De todos modos, la "ley de probabilidades" excede sus alcances de manera asombrosa en muchos casos. Basta tomar algunos:
"Cuando la horca sea sostenida por dos palos, con seis medios cuerpos y seis tijeras abiertas, el muy po­deroso Señor heredero de los sapos, subyugará bajo sí a todo el universo." La interpretación sería la siguien­te: la horca tiene forma de V, sostenida por dos palos hace una M, seis medios cuerpos son seis C y seis tije­ras abiertas son seis X, es decir MCCCCCCXXXXXX: MDCLX en números romanos y 1660 en arábigos. Y bien, en 1660, Luis XIV, heredero de los reyes merovingios, cuyo símbolo era el sapo, se convirtió, por ma­trimonio y por firma de tratados, en el Gran Soberano del mundo civilizado.
También el destino de Luis XVI está previsto en varias cuartetas. Una de ellas dice lo siguiente: "El marido, solo, triste, al regreso del conflicto, entrará en las Tullerías, donde una multitud le coronará con Una mitra. Será traicionado por el titulado Narbon y por Saulce, que tendrá aceite en barriles." El 20 de julio de 1792, Luis XVI, en las Tullerías, fue obligado por la multitud a colocarse el gorro frigio, símbolo de la plebe revolucionaria. El conde de Narbonne, su intri­gante ministro de guerra, había renunciado. El otro traidor, llamado Sauce, era un almacenero que detuvo al rey y a su familia en Varennes, mientras huían. El nombre detesta ciudad, en la que no hubo jamás otro acontecimiento histórico, figura en otra oscura cuar­teta que hace alusión al trágico final de su reinado.
La epopeya de Napoleón está tomada en todas las fases de su extraordinario recorrido: "Con un nombre que jamás fue llevado por rey de Francia alguno, rei­nará uno que será como un rayo de guerra. Ante él temblarán Italia, España y los ingleses. Será muy ama­do por mujeres extranjeras" (Josefina, María Luisa, María Walewska). Paso a paso, llega al final de la "tes­ta rapada": "El príncipe vencido, cautivo en las Italias, pasará frente a Genova por mar, hasta Marsella. Será definitivamente vencido por un gran esfuerzo de tropas extranjeras"; después alude a un disparo contra un barril con licor de abejas. Desde la isla de Elba, Napo­león pasó frente a Genova y desembarcó en el golfo Juan, entre Marsella y Niza; fue necesario una coali­ción de tropas extranjeras para derrotarlo en Waterloo; su pabellón ostentaba un campo blanco sembrado de abejas de oro.
La historia de Francia, de Inglaterra, de España, la Revolución americana, Rusia y el comunismo europeo, la Liga de las Naciones, el Anticristo, la Parusía, desfi­lan en agitada cabalgata por estas Centurias fantasma­góricas que se van encarnando en su correspondiente tiempo, hasta llegar a la última profecía:
"A los siete meses del año 1999 vendrá/del Cielo un Gran Rey de Espanto a resucitar al Gran Rey de Fran­cia. Antes y después se desarrollará una guerra para la salvación de la Humanidad."
¿Un rey humano? ¿Un Rey divino? ¿La salvación en la tierra o en el Cielo?
Que cada uno interprete, de acuerdo con sus temores o sus esperanzas, si se atreve a desafiar las palabras de * Cristo: "Nadie sabe ni el día ni la hora, ni siquiera los Angeles, sino tan sólo mi Padre."

EL TESORO ENTERRADO 

El 2 de julio de 1566 se paralizó la mano y la visión del profeta, hidrópico y gotoso. La noche anterior su discípulo Chavigny se había despedido de él diciéndole: "Hasta mañana". Nostradamus contestó:
—Mañana, al despuntar el día, no estaré ya aquí.
Y no estaba.
En una cuarteta que se refiere a su muerte había anunciado: "De vuelta de una misión, regalo del Rey, en el acostumbrado lugar nada más le pasará; él se habrá ido hacia Dios. Parientes cercanos, amigos, her­manos de sangre, lo encontrarán muerto, junto al lecho y el banco.". El rey Carlos IX acababa de visitarlo y de confirmarlo en su título de Consejero y Médico Ordi­nario de Su Majestad.
El había elegido el lugar de su tumba: un hueco ta­piado en la pared de la iglesia de los Franciscanos, en­tre la puerta mayor y la capilla de Santa Marta. De pie, para que nadie caminara sobre sus despojos, y con esta sola inscripción: "Quietem posteri ne invidete" (No envidiéis la tranquilidad de los muertos). Su mu­jer hizo agregar estas palabras: "Aquí yacen los hue­sos del muy ilustre Michael de Nostradamus, el único, a juicio de todos los mortales, digno de trasmitir los acontecimientos futuros del mundo entero, con una plu­ma casi divina y en plena relación con las influencias de las estrellas. Vivió sesenta y dos años, seis meses y diecisiete días. Murió en Salón en el año 1566. Que la posteridad no turbe su descanso. Anne Ponsar Gemelle, su mujer, desea al marido la verdadera dicha."
Si esa verdadera dicha era la paz en el olvido no la encontró.
Había hablado en sus predicciones de cierto "tesoro", celosamente custodiado y oculto durante siglos bajo tierra: "El que lo encuentre morirá, con el ojo atra­vesado por un resorte."
Los intérpretes de los misteriosos signos dan, casi unánimemente, la misma interpretación: "El texto cla­ro de sus profecías, escrito en latín, cronológico, está oculto en una cueva, bajo las ruinas de un templo de Vesta, y cuando la humanidad esté en condiciones de entender la magnitud de su profecía, se encontrará, y los hombres se maravillarán de sus aciertos".
Pero la imaginación popular interpretó que en el se­pulcro de Nostradamus existían fabulosas riquezas, que el mago no había muerto, que se había retirado, des­pués de simular su propio entierro, a meditar en paz en un vasto recinto subterráneo. En pleno siglo XX, personas particularmente crédulas afirmaron haber oí­do, pegando la oreja al suelo, el crujido de la pluma que continúa escribiendo.
No en vano él mismo dijo que sus escritos harían más ruido después de su muerte corporal que durante su vida.
También esa profecía se ha cumplido.


en "Yo, Claudia" (obra periodística de Olga Orozco) Ediciones en Danza 2012

Katherine Mansfield, la hija del sol (Valentine Charpentier)






El destino tormentoso de la notable escritora que vivió, como ciertas flores, buscando el sol: calor para su cuerpo y luz para su espíritu.
“Hay una isla en el Pacífico que no tiene dulzura, pero sí una salvaje belleza, grandes y torrentosos ríos, enormes montañas, estupendos bosques. Cerca de la costa, la civilización ha puesto su mano y así ha surgido una ciudad llena de fuerza y de vida. Lejos de ella, en un trozo de campo que une la ciudad y la selva, se levanta una casa vieja y grande, cuadrada, blanca, con una galería a lo largo del frente; la rodean puertos y jardines; una fuente donde los patos nadan pacíficamente y una dehesa en la que pacen los caballos.
En una piedra encumbrada en la ladera, más allá de la casa, estaba sentada una niña, observando la salida del sol…El sol se tragaba la niebla. No era un dragón, no, pero podía tragar todos los mundos de niebla; aunque siempre pasaba un rato antes de que alcanzara el rocío escondido en los pétalos o en el hueco de las hojas”. (Nélida Gardner White: La hija del tiempo)
La niña se llama Katherine Mansfield-Beauchamp, ha nacido el 14 de octubre de 1888 en la áspera isla, Nueva Zelandia; la ciudad pujante es Tinakori Road. Katherine crecerá mirando desesperadamente hacia el sol como ciertas flores. No, tampoco ella es un dragón, pero beberá las nieblas de su país natal, de Londres, de París, de Suiza, para que no se interpongan entre la luminosa calidez y ese temblor de pétalo aterido que le congela el corazón. Sólo conseguirá crear un mapa de niebla que crece, se extiende y la devora en el momento mismo en que alcanza el sol.
Cien años y una flor
La niña, ensimismada, ensaya jugar a lo maravilloso: se convierte en helecho, en martín pescador, en agua que corre, trasparente. Asume la vida de pequeños seres después de observar sus movimientos, sus colores, su manera de reposar. Busca entre la selva de rosas, de campánulas, de geranios. Hay algunas que tienen ojos aterciopelados y pétalos como alas de mariposas, dispuestas a volar. En el centro se alza un islote herboso, y una planta gigantesca de hojas gruesas, verdegrises, erizadas de púas. La planta parece una extraña barca en lo alto de una ola.
La está mirando cuando se acerca su madre.
-Mamá, ¿qué es esto?-pregunta.
-Es un aloe, Katie. Florece cada cien años.
-¿Y lo veré florecer?
-Sí, lo verás. Por supuesto que lo verás. Y lo verán tus hijos y tus nietos.
Katie se estremece, como si un siglo hubiera corrido en una ráfaga. Sí, lo verá. Y también el pequeño Chummie, el hermano menor, que berrea como un cordero entre las lanas de la cuna cuando ella se empina, estirando sus piernas cortas y regordetas, para mostrarle una piedrecita rosada o un huevo de jilguero.
Hacia la bruma
A los trece años es una adolescente pálida y espigada, con flequillo recortado sobre la frente, larga cabellera castaña y vestidos de terciopelo castaño que armonizan con el color de su violoncelo, creando una imagen de melancolía y afelpada monotonía para tardes de lluvia en una sala de cristales empañados. Está enamorada del pelirrojo hijo de su profesor de música, y hablan de viajes y de triunfos.
El se va primero. Poco tiempo después las tres hermanas-las dos hermosas y superficiales y la niña intensa, de mirada oscura y abstraída- se despiden, con el brazo en alto, de su infancia encantadoramente agreste, arropada y colonial, desde el barco que las lleva hacia Londres.
Está en Queen s Collage, de Harley Street, aprendiendo la bruma, ensayando suspirar, descubriendo los ídolos que se alzarán sobre un pedestal de fervores. Dirige la revista escolar y escribe versos. Años después anotará en su diario: “Me parecía que nadie veía como yo. Mi espíritu era como una ardilla. Recogía y escondía mis tesoros para el largo “invierno” en el que los volvía a descubrir. Y si alguien se acercaba, me subía de un brinco al árbol más alto, más oscuro, y me escondía entre sus ramas…”
Pero un día el árbol se agita y la deposita otra vez bajo el misterioso árbol de Nueva Zelandia.
Después del enrarecido aire de Londres, le resulta difícil respirar el aire libre, el aire excesivo con olor a retama.
Son dos años de asfixia, dos años de rebelión en el empequeñecido ámbito prejuicioso, mediocre, provinciano, que sólo se amplía nuevamente en los ojos de Chummie cuando descubre para él sus secretos, sus sorpresas, sus historias y sus juegos. Junto al deslumbrado rostro infantil, la cabellera castaña enmarca un rostro cada día más delgado, más tormentoso.
Pero no escatima recursos para volver a partir. Los encuentra en todos los posibles desafíos: arriesgadas excursiones a la selva, venta de sus escritos a las revistas de Melbourne para comprar una difícil independencia, colérico rechazo de trajes y reuniones, furtivas escapadas nocturnas que retoca, al regreso, con silencios, con sonrisas y miradas cargados de misterio y lejanía.
Un día el padre recoge el rumor de que ese misterio y esa lejanía los contrae en el puerto, bailando en cafetines con un anónimo marinero. Entonces accede, más viejo, más cansado, más herido. Le concede una pensión de cien libras anuales y espera, tiernamente, que no se corte ninguna ligadura.
Katie se va. Se aleja del padre afectuoso y jovial, de la madre reticente y burlona, de la reconfortante abuela que huele a lavanda, del sensible Chummie que tiembla como una llama, del aloe que tal vez florecerá en su ausencia.
Se va, de cara a la bruma y de espaldas al sol.
Borradores para un destino
Cuando llega a Londres tiene veinte años, un violoncelo, un talento que todavía no ha descubierto y un enamorado que quizá deja de serlo.
El joven pelirrojo y la muchacha pálida se encuentran. La música los une por algunos momentos que se prolongan en paseos sobre doradas hojas que se van volviendo grises. Con las últimas, ya fantasmagóricas, él parte hacia Alemania absorbido por el vivo remolino de la música.
Ella pone su vida al amparo y al desamparo de algunas ambiguas consignas de Oscar Wilde: “No dejes que nada se pierda en ti”, “Teme a la nada”, “Castramos nuestras mentes hasta renunciar a nuestros cuerpos”. El vértigo ante el vacío le lleva primero hacia el oportunista hermano del ausente, y la arrastra después, en seguida, hasta el Registro Civil, tomada de la mano de George Boudent, un oscuro organista de buenos modales y malísima suerte. Tanta, que cuatro días después de la boda, mientras él se anuda la corbata frente al espejo, con un ademán como de futuro ahogado, surge desde atrás la imagen de la recién casada, lánguida y extraña, y lo arroja definitivamente en las aguas del reflejo con un sencillo anuncio: “No te quiero. Esto ha sido un error y estoy dispuesta a acceder al divorcio inmediatamente.”
Se queda sola con su violoncelo, da clases de música, integra como “partiquina” algunos conjuntos de ópera, canta en teatros de segundo orden, interviene en papeles casi invisibles en algunos de aquellos filmes que apresuraban, saltarinamente, los más pausados movimientos. Londres le echa a la cara su aliento confuso y helado, y, a los pies, su escarcha fangosa y traicionera.
Un día al volver de Picadilly, se encuentra con su madre-la elegante y lejana señora de dulces lanas, sedas acuosas y en nubosos chales-, que la espera, de pie, en la fría buhardilla que huele a insomnios, a soledad y ayuno. No tiene ni un chelín para hacer funcionar el gas y ofrecerle una taza de té con sabor a madera lavada. Es un enfrentamiento de orgullos, dignidades y vergüenzas disfrazados de naturalidad. No, no habrá reconciliación con el encantador marido; no, no volverá a Wellington; no, no renunciará jamás a su independencia ni a seguir escribiendo. Irá en cambio a Baviera-el consejo maternal le parece acertado-, para dar a luz a ese niño que espera ansiosamente, que no es hijo de su marido.
El niño nace antes de tiempo y nace muerto. Dos abrigos y dos pares de medias, una botella de agua caliente, todo el calor del mundo no bastaría para descongelar a la aterida y desgarrada Katie. Es un frío oscuro, un hielo negro que se condensará sobre muchos períodos de su atormentada vida.
Encuentro en una isla
Ya ha entrado definitivamente en el camino aureolado que recorren James Joyce, D. H. Lawrence, Virginia Woolf, los Sitwell, con breves y desganados altos en tertulias literarias, en reuniones selectas de gente muy en boga, donde damas muy comme il faut, sentadas en divanes cubistas beben coñac en vasitos como dedales, picotean almendras y rozan con ligereza de pájaro aturdido las plumas de las aves de alto vuelo.
Un día el novelista W. L. George, colaborador de New Age envía a la revista Rythm, que dirigen John Middleton, Murry y Michael Sadleir, una novela corta de Katherine Mansfield.
El entusiasmo del intermediario no es contagioso. Murry opina que el cuento es un “cuento de hadas”. No es extraño. El lema de Rythm es “para que el arte vuelva a ser humano debe aprender a ser brutal”. Katherine manda otra historia; “La mujer del almacén”. Su clima, secretamente aterrador, envolvió a Murry en las brillantes telarañas de una curiosa realidad. Buscó un ejemplar de En una pensión alemana. Bajo la cubierta anaranjada, empieza a mondar los frutos de un arte que parece expresar “con una fuerza envidiable, una reacción contra mi propio rechazo de la vida “ análoga a la que él experimenta. Siente grandes deseos de conocerla, y W. L. George invita a ambos a su casa, no sin advertir al crítico y poeta que se encontrará con un ser de escalofriante lucidez.
Murry se prepara para una violenta colisión.
Ella llega en un taxi vestida de tórtola herida. Lleva una sencilla túnica gris con una rosa roja, bajo un chal de gasa también gris. Es serena y reservada, pero aborda cualquier tema con gran conocimiento y seguridad. El está fascinado por esas manos que se ahuecan con las palmas hacia arriba como una copa, como una caracola. A ella él le impresiona como un marino que ha aprendido la indolencia, la ensoñación, los ademanes lentos, en el insomne balanceo de los barcos.
Las primeras páginas
El encuentro continúa en amistad entre tazas de té y pétalos de flores. Pocos meses después ella suple con su audacia la cortedad de él: le ofrece un cuarto en su casa y una morada permanente en su cuerpo y en su espíritu.
Londres fijó sobre ellos un micrófono indecoroso. Escaparon a su lente, él con su andar de barco, ella envuelta en su chal color durazno, llegaron al campo, a Runcton, y alquilaron una  casita para ser felices, amueblada con muebles pagaderos a plazos. Roperos, mesas y sillas entraron en ese cielo particular en agosto de 1912 y salieron de él en noviembre del mismo año: la deuda con el impresor de Rythm, por malversaciones de un amigo ascendía a cuatrocientas libras. De regreso en el indiscreto Londres, Murry se entregó en cuerpo y alma a la labor periodística; Katherine caminaba solicitando avisos, pero esa era una carga demasiado pesada para su leve paso. Se enfermó. En el verano de 1913 encontraron una pequeña quinta en Cholesbury, y allí lo esperaba ella durante la semana de lunes a viernes, escribiendo, naciendo con el sol y muriendo con la luna, hasta la aparición de él, que llegaba por dos días, por dos siglos, por dos eternidades de felicidad.
“Los dos tigres”
“Esa fue la primera vez, desde que empezamos a vivir juntos, que Katherine y yo nos separamos. Con tal motivo, se inicio una correspondencia dirigida a mí. El nombre de “Tig” con el que ella firmaba, y con el cual solía yo llamarla, derivaba de una firma conjunta que ambos utilizábamos para algunos artículos relacionados con el teatro, publicados en Rythm. Firmábamos con el seudónimo “Los Dos Tigres”. Posteriormente la denominación fue, con frecuencia, suavizada, sustituyéndola por “Wig” (John Middleton, Murry, Prólogo a las Cartas de Katherine Mansfield).
Es una correspondencia desesperada, que marca con sus saltos los encuentros y con increíble belleza las separaciones, a lo largo de nueve años orientados hacia la búsqueda del sol. Pero ella aún no lo sabe, aún está en Cholesbury, escribiendo: “Anoche rugía el viento de tal forma que me entristecí y me eché a temblar, pues me parecía oír rechinar las llaves en las cerraduras, y percibir rumor de escalas en las ventanas y pasos amortiguados en el piso de arriba. En el curso del día, querido, soy un león, pero la postrer vislumbre de la luz me convierto en un cordero, y, a medianoche mon Dieu!, a medianoche, ¡el mundo entero se me antoja un carnicero! Adiós por hoy, querido. TIG”.
No sabe que a fines de ese año-1913-harán juntos la tentativa de París, y que París será inhóspito para el trabajo de él y los arrojará a Londres otra vez sin otra cosa que el invulnerable amor y la ropa que lleva puesta. No sabe que Londres será inhóspito con sus frágiles huesos, que la empujan de nuevo hacia París en un resoplo de brumas, en febrero de 1915. El juego se repite en marzo y en mayo. Existen conjeturas maliciosas-fundadas o no-acerca de un romance con el mordaz escritor Francis Carco.
En su carta del 8 de mayo de 1915 a su “querido Bogey”, o Jack o John Middleton Murry, ella dice, simplemente, “Como sabes, F. C. (Francis Carco) no existe para mí. Deseo apoyarme en ti y reír y olvidar al Tiempo con su discordante campanilla. Sí, quiero ser tu enamorada, ¡Cariño!”
¿Qué hay debajo de esto? Carco en Vie d Artiste y Murry en Between Two Worlds solo hablan de amistad.
El soldadito de oro
En octubre está en Londres, trastornada por la guerra, cuando Chummie va a verla, antes de marchar al frente. Es una semana de encantamiento y de recuerdos. Trasplantan el jardín de la infancia a un jardín en St. John s Wood.
La pera que cae es aquella pera de color amarillo canario y pepitas de azabache que cayó hace muchos años. El banco es el mismo, manchado por las huellas del caracol, y volverá a tambalearse cuando se sienten en él para mirar los arriates del cielo. En aquella estrella está enredada la cometa que se perdió de vista. Este es la entrada de la galería que abre el camino para el topo, festoneada por un borde parecido a la pimienta parda. Este es el mismo tiempo y el mismo corazón.
-Algún día volveremos juntos-dice ella, buscando en vano el sol en el cielo plomizo, con reflejos de pecho de paloma.
-¿Volveremos? ¿No temes que no regrese?
-Regresa, regresa salvo, mi querido. Tú eres mi mundo, la mitad de mi ser.
Esa mitad dorada de su ser quedó destrozada entre las bombas unos días después.
En noviembre está en Bandol, en el sur de Francia, enlutada y memoriosa.
Se deja llevar por un torbellino de hojas de viejos calendarios, se sumerge en las ondas del tiempo y rescata una por una esas piedrecitas fulgurantes, ese polvillo de oro, homenaje y deuda de amor que se van depositando sobre las páginas de Preludio.
Como una roja sombra
En la primavera de 1917 está otra vez en Londres. Las enfermedades se suceden; los resfríos degeneran a fin de año en una pleuresía. Nuevamente debe buscar el sol. Una mañana abre los postigos. “Un sol redondo y lleno acaba de salir. He empezado a recitar los versos de Shakespeare: “He aquí la dulce alondra cansada de reposo”, y de un salto me he vuelto a la cama. El salto me ha hecho toser. La saliva tenía un gusto extraño. Era sangre, sangre de un rojo vivo.”
Ya está allí. Se ha abierto paso y crece al amparo de la sombra. Ha aparecido el 19 de febrero de 1918. Desde ese día ve anuncios siniestros en los vestidos negros de las mujeres, en las corolas cerradas, en los zapatos que rechinan, en los carros que avanzan durante la noche con un redoble de tambor mortal.
No tiene otro deseo que volver a Inglaterra. La guerra hace difícil las comunicaciones y sólo vive pendiente de las cartas que no llegan. Consigue partir después de indecibles padecimientos, el 11 de abril.
Bodas de ceniza
El 3 de mayo de 1918 se pone un vestido blanco y un sombrero blanco. Va del brazo de John a la oficina del Registro Civil. Ni raso, ni música, ni flores. Unos pocos amigos y una comida con champagne. El novio, con un narciso en el ojal, tiene el aspecto de haberse desposado con la muerte. Ella es como una lámpara traslúcida, de llama vacilante.
Sin embargo es la esposa empeñada en vivir. Trata de mirar hacia adelante: los días son una sucesión de aire limpio, de tazones de leche caliente, de mermelada de grosella, de bollos recién hechos, que desembocan en un ancho camino bordeado de verdor donde pasea en sueños con niños iguales, que prolongan la imagen de John, la antigua imagen del traje marinero.
Pero eso no es cierto. Debe volver a partir enseguida. Y ya el 27 del mismo me escribe: “Puedes figurarte el terrible golpe que representó para mí este nuevo destierro después de tan poco tiempo juntos. Pasemos a lo de nuestro matrimonio. No puedes imaginarte lo que ha significado para mí. Supongo que te parecerá algo fantástico. Yo creía que el acontecimiento brillaría con luz propia, destacándose del resto de mi vida. Pero al fin de cuentas, en realidad sólo pasó a ser parte de una pesadilla. Ni una sola vez me tomaste en tus brazos, ni me llamaste “esposa mía”. De hecho, todo se redujo a lo que suele constituir la insulsa celebración de un simple cumpleaños. Me veía obligada a hacerte recordar nuestra boda a cada  paso…”
Empieza a tener la sensación de que su amor es asfixiante. Sus cartas son más contenidas, a pesar de la fiebre, a pesar de estar escritas tras la irisada vibración de muchas lágrimas.
Rápidas imágenes
“Estoy tuberculosa. Mi pulmón enfermo aún contiene mucha agua y me duele, pero no me importa. No deseo nada de lo que no puedo tener. Paz, soledad, tiempo para escribir mis libros, para observar la vida, para meditar...Nada más! ¡Oh, también quisiera tener un niño! ¡Pero pido demasiado!”.
En desafíos a sus temores, en abandonos a sus angustias, en encuentros de escasas semanas con su marido, en largas separaciones, en negros insomnios, en pesadillas estremecedoras, en desganos y ansiedades frente al papel en blanco o al papel donde su genio se derrama y traza la red que atrapa y retiene la belleza, Katherine Mansfield ve pasar unos pocos años, y casas, y hoteles y clínicas: San Remo, La Casetta, Ospedaletti, Menton, Isola Bella, París, Suiza. “!Es difícil, es difícil morir bien!”.
Su rostro pasa, como una flor que cambia de tonalidad con las distintas luces, por distintas ventanas, a través de las fugitivas ventanillas de los trenes, contra el cristal de los coches acolchonados, en rápida peregrinación hacia la posada de la muerte, entre hojas que se van apilando en maravillosos libros: En la bahía, Felicidad, La fiesta en el jardín.
Los filósofos del bosque
Hace tiempo que el escritor Orange le ha hablado en Londres de un brujo, de un mago, de un iluminado: George Gurdjieff.
Es el hombre que ofrece una respuesta a la Pregunta. La promete a través de una doctrina enraizada en las más antiguas tradiciones, pero accesible a la comprensión contemporánea. El cuerpo y el espíritu son una unidad. Hay que buscar su fusión y su equilibrio, hay que tener conciencia de que se posee una voluntad que es capaz de la acción, hay que alcanzar el amor consciente, hay que pasar de la conciencia perfecta a la conciencia cósmica.
En octubre de 1922 Katherine Mansfield ingresa en el Priorato que los filósofos del bosque poseen en  Fontainebleau: el “Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre”. Va a recuperar su cuerpo a través de su espíritu.
Duerme en el establo junto a las vacas, aspirando el vaho del estiércol; pero tiene la sensación de estar palpando la verdadera luz. “Me levanto a las siete y media, enciendo el fuego con astillas, me lavo con agua helada y bajo a desayunarme; café, pan, manteca, queso, dulce de membrillo, huevos. Después del desayuno, hago mi cama, mi cuarto, descanso; luego voy al jardín hasta el almuerzo, que se sirve a las once: alubias con cebolla cruda, fideos con azúcar impalpable y manteca, ternera envuelta en hojas de lechuga y cocida en crema. Después otra vuelta por el jardín hasta las tres, hora del té. Después del té, cualquier trabajo poco cansador hasta el anochecer. Después de la cena, junto a un enorme fuego en el salón, hay música, se baila y a veces se ejecutan ejercicios de danza rítmica sumamente extraños.”
“Vivir la vida cálida, anhelante, viva, tener raíces en la vida, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar, eso es lo que quiero. A esto es a lo que tengo que tratar de llegar. Quiero ser una hija del sol. Me siento feliz, en el fondo, muy en el fondo. Todo está bien”:
Son las palabras de su última carta y las últimas palabras de su diario.
Hacia el sol
Lo que sigue lo relata el mismo John Middleton Murry:
“A principios de 1923 me pidió que fuera a pasar una semana con ella. Llegué el 9 de enero, a primera hora de la tarde. No he visto nunca, ni veré jamás un ser tan hermoso. Parecía como si la exquisita perfección que había existido siempre en ella la hubiese dominado por completo. Para usar sus mismas palabras, el último átomo de sedimento, los últimos “vestigios de degradación terrenal”, habían desaparecido completamente. Pero en su afán de salvar su vida, la había perdido. Mientras subía a su habitación, a las diez de la noche, sufrió un acceso de tos que terminó en una violenta hemoptisis. A las diez y media estaba muerta.”
Su cuerpo reposa en el cementerio de Fontainebleu-Avon bajo una lápida que dice: “Pero a ti te digo, mi vano Dios, que de este ortigal, el peligro, arrancamos esta flor, la seguridad.” ¿Está ahora sentada junto al sol, contemplando las flores de aloe que la niebla terrestre le impidió recoger?


en "Yo Claudia" (obra periodística de Olga Orozco) Ediciones en Danza 2012