domingo, 28 de diciembre de 2014

Nostradamus, un viaje al porvenir (Richard Reiner)





Admirado y respetado por sabios y reyes, su asombroso poder predictivo lo condenó a la insondable soledad de quien ya sabe cuanto ha de ocurrir
"Sentado, de noche, para mis estudios secretos, solo, reclinado en mi sitial de bronce, iluminado únicamen­te por una exigua llama, hago prosperar lo que no debe creerse en vano. La vara en manos y colocada en me­dio de los ramales del agua moja la frente y el pie. Miedo y una voz que vibra. Hay un esplendor divino, el Adivino se sienta cerca de este lugar."



El Adivino acaba de escribir esta primera frase. Es­tá sentado en ese lugar, una buhardilla invadida por las sombras y las luces que rescata del porvenir, en una pequeña población de Provenza: Salon-en-Crau. Es el 14 de marzo de 1547. Hainiciado un viaje por las cen­turias que quedará consigna­do en sus Centurias. Este viaje le llevará diez años de su vida terrestre, pero llega­rá hasta el año 2000, en asom­broso vuelo astral por el des­tino del planeta.
La luz de la bujía tiembla al soplo de vientos que ven­drán; en el agua que colma la vasija de cobre se dibujan mapas, catástrofes, reyes y castillos que surgen de las profundidades del futuro; los ojos hundidos, el rostro de­macrado, la barba de dos pun­tas componen una especie de figura de proa que avanza entre los signos de la eterni­dad, cortando las tinieblas.
¿Brujo? ¿Vidente? ¿Loco? ¿Impostor? ¿Demonio?
¿Quién se atreve a juzgar­lo?
"Que aquellos que lean es­tos versos los pesen con ma­dura reflexión. Que el vulgar, el ignorante y el profano se aparten. Que todos los astró­logos, los imbéciles y los bár­baros se alejen. Maldito sea, de acuerdo con el rito, aquel que actúe de otra manera." Con estas palabras, Michel de Nostradamus selló la entrada a sus profecías. El que esté libre de todas estas culpas, que arroje la primera piedra contra el cristal cifrado de su fama.

HABIA UNA VEZ...

Un rey de Provenza que se llamaba Rene y tenía en su corte dos médicos astrólogos: Jean de Saint-Rémy y Pierre de Nostre-Dame. Uno tenía un hijo —Jacques
y el otro una hija —Renée— que se casaron y tu­vieron un hijo: Michel.
Michel de Nostradamus —como se llamaría después
nació el 14 de diciembre de 1503, bajo el signo de Sagitario, predestinado, desde la cuna, a inspeccionar el cielo con el mismo bonete constelado y la mirada larga de sus dos abuelos.
El abuelo materno, Jean de Saint-Rémy, inició a su nieto en las letras, el latín, el griego, el hebreo, las matemáticas, y esa combinación de astronomía y as-trología que entonces se denominaba "la ciencia celes­te". Cuando murió Jean, Pierre de Nostre-Dame conti-
Estos dos ancianos de barbas blancas, judíos conver­ses, trasmitieron en secreto a Michel los secretos de la Cabala
Ese hermetismo hereditario le abrió las puer­tas de lo desconocido. El iniciado se internaba noche a noche por esos pasadizos llenos de humo que condu­cen al corazón aletargado del misterio.

LA MUERTE Y SUS CAMPANAS

En Montpellier. a cuya Universidad se trasladó Mi­chel para completar sus estu­dios de medicina, otros ojos vivaces sondeaban las tinie­blas subterráneas, otros' pa­sos confusos estremecían las vigilias, otros dientes roían la esperanza de los estremecidos corazones. La peste bubónica imperaba con su corte de ra­tas. La población era víctima de la enfermedad y del miedo. Se interpretaban los signos de la tierra y el cielo. Todos eran adversos: el sol signifi­caba el apogeo de la peste; las nubes contenían turbias ame­nazas; la lluvia semejaba un trote de viejas alimañas.
La muerte tocaba las cam­panas. Estas tañían sin cesar desde los carros en los que se apilaba la lúgubre cosecha. Los embajadores de la muerte visitaban las casas de sanos y de enfermos. Eran patéticos personajes que vestían túni­cas de durísimo cuero y ca­misas empapadas de aceite; llevaban un diente de ajo en la boca, cucuruchos de algo­dón en las narices, y miraban a través de dos discos de vi­drio incrustados en las más­caras de tela. Los que no morían de peste se desmayaban frente a tales médicos, figu­ras del delirio, visiones de fe­briles pesadillas que apresuraban la agonía al surgir de una nube de fumigaciones de áloe, almizcle y ambas, tan temibles como el anuncio del infierno.
Detrás de estos maestros del horror llegaba Nostrada­mus, sin ninguna defensa, con buena fe y buenas in­tenciones. No compartía esos distantes medios combativos. Practicaba una observación directa: el análisis de las secreciones de cada enfermo, la higiene y una medicación más drástica que el humo.
La peste corría. Nostradamus también. Cuatro lar­gos años vagó detrás de ella evitando que Narbonne, Toulouse, Bordeaux, Avignon y Carcassonne se con­virtieran" en lúgubres desiertos.
Las campanas de la muerte se callaron. La fama de Nostradamus —precursor de la profilaxis antiséptica— fue cantada hasta en la cabecera del cardenal de Claremont y en la del Gran Maestro de los Caballeros de Rhodas.
Un destino errante hacia la luz 

Los resentidos y hostiles maestros se vieron obligados a laurearlo en Montpellier: recibió el gorro de cuatro puntas, la capa de terciopelo púrpura orlada de ar­miño ¡y el cinturón dorado, atributos de los miembros de la Hermandad de Hipócrates. 
Pero a lo largo de todos esos años errabundos el vien­to y la inquietud se habían adherido fuertemente a las suelas de sus zapatos. Y Nostradamus continuó viajan­do. Recorrió la Provenza y el Languedoc bajo una lluvia de flores, de regalos y de besos que le caían, al pasar, en las fugitivas manos. Al llegar a Agen se de­tuvo y se casó con Adriette de Loubéjac, con la cual tuvo dos hijos. 
La muerte, acostumbrada a huir delante de sus pa­sos, no toleró esos años de quietud y decidió vengarse. Se cobró con creces sus antiguas derrotas. Fue a bus­carlo a Agen y le arrebató a su mujer y a sus dos hijos. 
Nostradamus montó en su mula y volvió a peregri­nar. Fue a Turín, a Milán, a Genova, a Venecia. Toda­vía hay casas y albergues que dicen "Por aquí pasó". Conoció a muchos sabios, alquimistas, videntes, posi­bles masones y posibles rosacruces, y en la soledad de -sus maravillosas travesías tuvo la primera revelación. 
Se encontró, cerca de Ancona, con dos frailes fran­ciscanos. Bajó de su mansa cabalgadura y se arrodilló humildemente a los pies del más joven, exclamando, ante el asombro y las sonrisas de los pocos que presen­ciaban la escena: "Rindo homenaje al futuro Pontífice de Roma." 
El joven franciscano se llamaba Félix Peretti y en 1585 se convirtió en el papa Sixto V. 

LA MUERTE LLAMA OTRA VEZ 

Nostradamus regresó a Francia y se recluyó en la célebre abadía de Orval. Observó las severas reglas monásticas de esos hermanos hasta que a las campa­nas de los maitines se mezcló un redoble trágico, ya demasiado conocido. 
Desde Marsella, desde Aix, desde Lyon, la peste lo convoca. Nostradamus acude a esas ciudades que pa­recen reducidas a hospital y cementerio y se prodiga en milagrosas curas. Arranca piezas vivas de las fau­ces de su vieja enemiga. 
La muerte comienza a morirse de hambre. 

EL BRUJO DE SALÓN 

Michel de Nostradamus ha cumplido cuarenta y cua­tro años. La comuna le asigna una elevada pensión. Se retira a Salon-en-Crau, en Provenza. Allí se casa con Anne Ponsart Gemelle, para perpetuar su estirpe y su apellido. Es cierto que su estirpe no hunde sus raíces en la sangre sino en las profundidades del misterio, en pirámides, oráculos y pétreos calendarios, y que está perpetuada en adivinos, en magos y en astrólogos has­ta el fin de los siglos. En cuanto a su apellido, su hijo César, nacido en 1555/ sólo lo perpetuará a través de la carta que Nostradamus le dirige y que figura, a ma­nera de prólogo en sus prodigiosas Centurias. "Hijo mío, tú puedes fácilmente, a pesar de tu tierno cerebro, comprender que las cosas que deben ocurrir se pueden profetizar por las luminarias nocturnas y celestes, co­mo, asimismo por el espíritu de profecía." 
Era esto, justamente, lo que el Adivino había comen­zado a anotar en complicadas cuartetas aquella noche de 1547, instalado en la buhardilla de su casa, entre enormes libracos y extraños instrumentos: astrolabios, compases, alambiques, espejos mágicos y varitas adivinatorias. 
(Los biógrafos afirman que Nostradamus poseía an­tiguos documentos egipcios, heredados de sus abuelos, y que los quemó después de aprenderlos de memoria. "Los judíos —-dicen Moura y Louvet en La vida de Nostradamus- no dejaron de apoderarse, en el momento del Exodo, de todos los documentos que se hallaban en las cámaras de iniciación egipcias, de todas las fórmulas geométricas, cosmográficas y algebraicas empleadas más tarde en la Torah y en la construcción del Templo de Salomón. Luego, un mal día, los romanos destruyeron ese Templo, donde se guardaban con severa custodia esas fórmulas, aún cuando ya el edifi­cio no fuera el primitivo; pero antes de que ello ocu­rriera, las fórmulas habían desaparecido. No se igno­ra que cuando los gentiles entraron en el Sancta Sanctorum lo encontraron vacío." Se supone que los docu­mentos se trasmitieron de padres a hijos entre los des­cendientes de los constructores del Templo, de los sa­cerdotes, o de los allegados al rey de Jerusalén. 
Nostradamus declara no haber querido conservar "ciertos volúmenes que habían estado ocultos muchos siglos" y que los quemó. Agrega que el fuego ardía en una "llama más brillante que cualquiera otra llama, co­mo si una luz sobrenatural alumbrara de pronto toda la habitación". 

EL FARO DE LA FAMA 

Extinguida esa luz, quedó brillando la de su fama, que atraía a Salón a muchos personajes ilustres, sobre todo a partir de marzo de 1555, época en que se publicó la primera edición de sus Centurias. La apacible y pe­queña ciudad se convirtió en una ciudad famosa, con­movida a todas horas por las ruedas de las berlinas y los cascos de los caballos que llegaban, trasportando a curiosos o inquietos visitantes, desde todos los puntos cardinales. 

ENTRE REYES Y REINAS 

En la Sala de Estampas de la Biblioteca Nacional de París, un grabado del siglo XVI —año de 1556— nos muestra al mago en plena función junto a los reyes de Francia. Lo vemos en primer plano, sentado en un si­llón en la terraza del castillo de Blois, frente a la bella y prolija perspectiva de los jardines. Con el codo apo­yado en una mesita, consulta las páginas de un grimorio. Enrique II y Catalina de Médicis están de pie detrás de Nostradamus. Con excepción del duque de Alençon, que entonces tenía dos años, los príncipes (serán Fran­cisco II, Carlos IX y Enrique III) parecen sumamente interesados en las revelaciones del profeta. 
No fue benévolo con la fámula real, pero fue suma­mente preciso. 
Ya había anunciado en sus Centurias —y este hecho provocó la invitación de los monarcas— el destino de Enrique II: "El león joven vencerá al viejo en torneo en campo abierto; le perforará un ojo a través de jaula de oro, y le hará perecer de una espantosa muerte." 
(Tres años después, en julio de 1559, Enrique II or­denó una serie de festejos para celebrar el casamiento de su hermana Margarita con el duque de Saboya; en­tre ellos, un espectacular torneo. Hábil en el manejo de las armas, Enrique invitó gentilmente al joven conde de Montgomery a romper lanzas. El conde declinó mo­destamente un honor tan grande, pero tuvo que ceder a las instancias del rey. El juego marcial desembocó rápidamente en el horror: la larga lanza del caballero de Montgomery penetró por la hendidura del casco real ("la jaula de oro") y perforó el ojo de su rival. Unos días después "el viejo león" moría entre horribles su­frimientos.) 
Aún no se ha cumplido la temible profecía en el momento en que los soberanos consultan al vidente en la terraza del-castillo de Blois. Catalina de Médicis, aficionada a las ciencias ocultas y a la astrología, está inquieta por el destino de sus hijos varones. Quiere saber si reinarán. Las consultas son muchas. En una de ellas, Nostradamus hace aparecer frente a la ansiosa madre, "materializadas" en un espejo mágico, las imágenes de los tres futuros reyes de Francia. Cada uno gira sobre sí mismo tantas veces como años le aguardande reinado: una vuelta y se va Francisco II, en lánguido desmayo, hacia la muerte, catorce vueltas y se va Carlos IX llevado por una ráfaga de excesos y de remordimientos; quince vueltas y cae Enrique III bajo el puñal de un monje vengativo

DETRÁS DE LOS VELOS 

Los vaticinios de Nostradamus abarcan guerras, pes­tes, triunfos, derrotas, cataclismos, no sólo para Fran­cia sino para otros países de Europa, y aun para el mundo entero, y llegan hasta el año 2001.
La lectura produce una impresión caótica y hasta resulta inútil en muchos pasajes por la imposibilidad de encontrar algún significado. Pero tal vez esa "oscu­ridad velada" halle su explicación en la epístola a su hijo César, que acompaña la primera edición de las Centurias: "Los reinos, sectas y religiones sufrirán ta­les cambios, que si yo lo expresare claramente, estos reinos, sectas y religiones los encontrarían tan poco a su gusto que impedirían su publicación." Y en la epís­tola al rey Enrique II, agrega que "los tiempos exigen que tales eventos ocultos no fuesen profetizados más que en forma enigmática" y que "si lo quisiera, bien podría fijar la fecha para cada cuarteta...; pero esto podría ser desagradable para algunos."
El resultado de tal previsión son esas cuartetas escri­tas en un lenguaje alambicado y ambiguo, mezcla de provenzal y francés, salpicado de vocablos inventados cuyas raíces habría que buscarlas en el latín, el griego y el hebreo. Sinónimos, metáforas, anagramas, espesan aún más los velos que recubren este "tarot en verso", este "caleidoscopio cabalístico".
"Chyren" es el anagrama de "Henryc"; París se con­vierte en "Ripas", France en "Nercaf"; Italia se llama "Mesopotamia" por estar rodeada de agua (del griego Potamos); la "Dama sola" es Francia; "La Ciudad Nue­va" es sinónimo de Ñapóles (Nea: nueva, polis: ciu­dad); "Testa rasada" es Napoleón; "El Gran Sobrino" equivale a Napoleón III, etcétera.
Los pacientes intérpretes nos dan una versión que los implacables detractores adjudican al afán —de bue­na o mala fe— de hacer coincidir las predicciones con el desarrollo posterior de los acontecimientos, que tam­poco figuran ordenados en la real sucesión de los tiempos.
De todos modos, la "ley de probabilidades" excede sus alcances de manera asombrosa en muchos casos. Basta tomar algunos:
"Cuando la horca sea sostenida por dos palos, con seis medios cuerpos y seis tijeras abiertas, el muy po­deroso Señor heredero de los sapos, subyugará bajo sí a todo el universo." La interpretación sería la siguien­te: la horca tiene forma de V, sostenida por dos palos hace una M, seis medios cuerpos son seis C y seis tije­ras abiertas son seis X, es decir MCCCCCCXXXXXX: MDCLX en números romanos y 1660 en arábigos. Y bien, en 1660, Luis XIV, heredero de los reyes merovingios, cuyo símbolo era el sapo, se convirtió, por ma­trimonio y por firma de tratados, en el Gran Soberano del mundo civilizado.
También el destino de Luis XVI está previsto en varias cuartetas. Una de ellas dice lo siguiente: "El marido, solo, triste, al regreso del conflicto, entrará en las Tullerías, donde una multitud le coronará con Una mitra. Será traicionado por el titulado Narbon y por Saulce, que tendrá aceite en barriles." El 20 de julio de 1792, Luis XVI, en las Tullerías, fue obligado por la multitud a colocarse el gorro frigio, símbolo de la plebe revolucionaria. El conde de Narbonne, su intri­gante ministro de guerra, había renunciado. El otro traidor, llamado Sauce, era un almacenero que detuvo al rey y a su familia en Varennes, mientras huían. El nombre detesta ciudad, en la que no hubo jamás otro acontecimiento histórico, figura en otra oscura cuar­teta que hace alusión al trágico final de su reinado.
La epopeya de Napoleón está tomada en todas las fases de su extraordinario recorrido: "Con un nombre que jamás fue llevado por rey de Francia alguno, rei­nará uno que será como un rayo de guerra. Ante él temblarán Italia, España y los ingleses. Será muy ama­do por mujeres extranjeras" (Josefina, María Luisa, María Walewska). Paso a paso, llega al final de la "tes­ta rapada": "El príncipe vencido, cautivo en las Italias, pasará frente a Genova por mar, hasta Marsella. Será definitivamente vencido por un gran esfuerzo de tropas extranjeras"; después alude a un disparo contra un barril con licor de abejas. Desde la isla de Elba, Napo­león pasó frente a Genova y desembarcó en el golfo Juan, entre Marsella y Niza; fue necesario una coali­ción de tropas extranjeras para derrotarlo en Waterloo; su pabellón ostentaba un campo blanco sembrado de abejas de oro.
La historia de Francia, de Inglaterra, de España, la Revolución americana, Rusia y el comunismo europeo, la Liga de las Naciones, el Anticristo, la Parusía, desfi­lan en agitada cabalgata por estas Centurias fantasma­góricas que se van encarnando en su correspondiente tiempo, hasta llegar a la última profecía:
"A los siete meses del año 1999 vendrá/del Cielo un Gran Rey de Espanto a resucitar al Gran Rey de Fran­cia. Antes y después se desarrollará una guerra para la salvación de la Humanidad."
¿Un rey humano? ¿Un Rey divino? ¿La salvación en la tierra o en el Cielo?
Que cada uno interprete, de acuerdo con sus temores o sus esperanzas, si se atreve a desafiar las palabras de * Cristo: "Nadie sabe ni el día ni la hora, ni siquiera los Angeles, sino tan sólo mi Padre."

EL TESORO ENTERRADO 

El 2 de julio de 1566 se paralizó la mano y la visión del profeta, hidrópico y gotoso. La noche anterior su discípulo Chavigny se había despedido de él diciéndole: "Hasta mañana". Nostradamus contestó:
—Mañana, al despuntar el día, no estaré ya aquí.
Y no estaba.
En una cuarteta que se refiere a su muerte había anunciado: "De vuelta de una misión, regalo del Rey, en el acostumbrado lugar nada más le pasará; él se habrá ido hacia Dios. Parientes cercanos, amigos, her­manos de sangre, lo encontrarán muerto, junto al lecho y el banco.". El rey Carlos IX acababa de visitarlo y de confirmarlo en su título de Consejero y Médico Ordi­nario de Su Majestad.
El había elegido el lugar de su tumba: un hueco ta­piado en la pared de la iglesia de los Franciscanos, en­tre la puerta mayor y la capilla de Santa Marta. De pie, para que nadie caminara sobre sus despojos, y con esta sola inscripción: "Quietem posteri ne invidete" (No envidiéis la tranquilidad de los muertos). Su mu­jer hizo agregar estas palabras: "Aquí yacen los hue­sos del muy ilustre Michael de Nostradamus, el único, a juicio de todos los mortales, digno de trasmitir los acontecimientos futuros del mundo entero, con una plu­ma casi divina y en plena relación con las influencias de las estrellas. Vivió sesenta y dos años, seis meses y diecisiete días. Murió en Salón en el año 1566. Que la posteridad no turbe su descanso. Anne Ponsar Gemelle, su mujer, desea al marido la verdadera dicha."
Si esa verdadera dicha era la paz en el olvido no la encontró.
Había hablado en sus predicciones de cierto "tesoro", celosamente custodiado y oculto durante siglos bajo tierra: "El que lo encuentre morirá, con el ojo atra­vesado por un resorte."
Los intérpretes de los misteriosos signos dan, casi unánimemente, la misma interpretación: "El texto cla­ro de sus profecías, escrito en latín, cronológico, está oculto en una cueva, bajo las ruinas de un templo de Vesta, y cuando la humanidad esté en condiciones de entender la magnitud de su profecía, se encontrará, y los hombres se maravillarán de sus aciertos".
Pero la imaginación popular interpretó que en el se­pulcro de Nostradamus existían fabulosas riquezas, que el mago no había muerto, que se había retirado, des­pués de simular su propio entierro, a meditar en paz en un vasto recinto subterráneo. En pleno siglo XX, personas particularmente crédulas afirmaron haber oí­do, pegando la oreja al suelo, el crujido de la pluma que continúa escribiendo.
No en vano él mismo dijo que sus escritos harían más ruido después de su muerte corporal que durante su vida.
También esa profecía se ha cumplido.


en "Yo, Claudia" (obra periodística de Olga Orozco) Ediciones en Danza 2012

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