Me pidieron que hablara de algún tema recurrente en mi obra,
especialmente en La oscuridad es otro sol. Hablaré entonces del tiempo y la
memoria, que si bien no surgen como el tema de la obra, son dos presencias
constantes y dos fundamentos de mi escritura, y tal vez estas anotaciones
expliquen muchos nudos, muchas interrogaciones, muchos retornos que se
presentan en ella con insistencia, aunque con distintas máscaras. No voy a
intentar una definición del tiempo. Me sucede lo que a San Agustín: cuando me
preguntan qué es no lo sé, y cuando no me lo preguntan lo sé. Tampoco voy a
recorrer las diferentes teorías que existen acerca de su fugitivo y perverso
comportamiento. Correría el riesgo de quedar aprisionada en algún laberinto
científico o de atragantarme con alguna fórmula insoluble. Literariamente, por
otra parte, tendría que recurrir a ríos que corren y se secan, a ángeles
vengadores que aparecen a la hora exacta del exterminio, a pájaros que
transportan la inmensidad debajo de sus alas y a amores invencibles hasta la
transparencia, como corresponde a la buena y a la mala retórica. De tal modo,
me reduciré a ampararme en la eternidad, único lugar venturoso para contemplar
las horas y los siglos, porque la eternidad es mortal para el tiempo, como el
ajo para los vampiros, la risa para los monstruos y la mañana para los fantasmas.
Los disuelven, los pulverizan, o los mantienen a distancia. Desde allí, desde
ese bienaventurado refugio, puedo decir que no me interesa saber si el tiempo
es una forma del pensamiento, o un aspecto de la realidad hecha duración, o una
entidad mensurable junto con el espacio. Ni siquiera voy a recurrir a la
precaria solución de que el tiempo es un monarca en el territorio de las
sensaciones. No sé si es una red infinita que me envuelve en sus múltiples
direcciones o si es solo unidimensional, o si corre únicamente desde el pasado
hacia el futuro porque ése es el limitado, fatal trayecto de la conciencia. Si
bien a veces, visto desde el momento, sentimos el tiempo como un presente que
no tiene pasado ni futuro; y otras, desde la continuidad, como una cuerda que
corre y se enrolla solamente en el pasado o como una tromba que nos aspira por
completo hacia el porvenir, basta optar para que esta división se vacíe de todo
sentido y la cabeza se convierta en un mudo suspenso o en un estruendoso
remolino. Kierkegaard dice que el momento designa lo presente como aquello que
no tiene pasado ni futuro y que en esto radica la imperfección de la vida
sensible, y agrega que lo eterno designa también lo presente en una permanencia
sin ningún pasado y sin ningún futuro y que ésta es la perfección de lo eterno.
Es decir, dos presentes, sin más, un presente continuamente renovado en el
mundo de lo pasajero y un presente incesante en el mundo de la perduración, el
uno precario como la vida, y el otro privilegiado como la eternidad. Tal es el
cumplimiento del presente en la tierra y en el cielo. Pero no es ése el tiempo
que yo elijo ahora y aquí: no el puro presente, porque cabalgar en ese presente
desbocado es establecer una carrera perdida, es precipitarse hacia la muerte
con los ojos cerrados, es pasar de latido en latido entre dos nadas. A mí lo
que me importa es que el tiempo fluya en todas direcciones, que pase, que se
acumule hacia atrás y que vuelva transformado y dinámico, y también que el
otro, el que está adelante, me salga al encuentro antes de llegar; es decir, me
importa uno como retorno en movimiento y el otro como anticipación que llega
del porvenir en forma de asombroso emisario, llámese a esto momentáneamente
intuición o presentimiento. También está el tiempo condicional, donde continúa
desarrollándose lo no cumplido: ese deseo, esa vehemencia o ese temor que
tomaron un desvío, una varilla desechada en el gran abanico del visible
destino, y que muchos consideran enterrados bajo la lápida del alivio o de la
frustración, transformados en humo o en polvo inconsistente, cuando en realidad
ese deseo, esa vehemencia o ese temor han seguido proliferando en inmensas
fundaciones, en inmensas malezas transparentes que nos asisten o persiguen. Así,
aunque no tenga todos los tiempos bajo la mirada, como Dios, que contemplara
desde la cumbre y hacia abajo las circunvoluciones, los rodeos, los atajos, las
interrupciones y los ramales de todos los caminos a la vez, puede advertirse
que no soy una observadora fijada en un lugar por un paralizante entomólogo,
alguien que trata de fijar, como otro entomólogo, el fugaz instante actual, la
tentadora mariposa que siempre se escurre dejando un polvillo entre los dedos,
y que siempre resulta ilusoria, porque acaba de escaparse, porque ya está tan
distante como las estrellas extinguidas. No, no soy alguien que se enfrenta
desde un presente obligatorio al depósito rígido del pasado y al muro
indescifrable del porvenir, por más que no sepa si el tiempo pasa por mí o si
yo paso por el tiempo, si lo traje al nacer como una semilla venenosa o me echa
su aliento corrosivo desde afuera.
Como en los sueños, en la creación soy el escenario activo por donde
el tiempo circula hacia ambas direcciones, sin limitaciones, sin fronteras,
como en los sueños, no es sorprendente que me encuentre con pertenencias del
pasado y del futuro, unas reconocibles por sus semejanzas, y las otras
posibles, a veces probables, a través de una posterior comprobación, como
aquellas que realizó minuciosamente en sus experimentos J.W. Dunne, tan
frecuentado por Borges, y que consignó con la misma prolijidad en su
libro" Un experimento con el tiempo". Tampoco es raro que el
entrecruzamiento de ambos tiempos sea tan veloz que produzca la sensación de lo
deja vú, ese desconcierto en la dirección como el de un tren en plena marcha
que se cruza con otro detenido. También es habitual, diría rutinaria, la
sensación de que el tiempo se ha contraído o dilatado. Larguísimas horas de
alegría se repliegan hasta caber en un dedal (Ah, las fugaces dichas) y dolores
muy breves se estiran en recorrido ilimitado ("Como el movimiento en el
círculo, así es la pena en el infierno", dice Raimundo Lullio). Y no es
ocioso agregar aquí que por alto prestigio de la ausencia "todos los
paraísos son perdidos" y crecen a medida que se alejan. Tales alteraciones
tan extrañas del tiempo abundan en la literatura aun más allá del común
desfasaje entre el tiempo cronológico y el psicológico. Así RipVan Winkle, en
el cuento de Washington Irving, duerme una noche que son veinte años, y en el
cuento español del Deán de Santiago y Don Illán pasa toda una vida mientras se
cocinan unas perdices. Cioran dice que la principal aventura del hombre es la
de violentar el tiempo. Y de eso se trata: de forzar el tiempo hasta su mayor
resistencia, de luchar contrala muerte. Yo trato en lo posible de transgredir la
sucesión lineal, el común ordenamiento, se barajan las distintas etapas. Siento
que cada tiempo incluye todos los otros, un poco como dice Eliot en los Cuatro
cuartetos:
"Tiempo presente, tiempo pasado
ambos son quizá presente en el tiempo futuro,
y el tiempo futuro está contenido en el tiempo pasado.
Si todo tiempo está contenido en el tiempo presente
todo tiempo es irreductible.
En mi comienzo esta mi fin."
De modo que así como el presente influye en el porvenir, el porvenir
influye en el presente y corrige el pasado: no sólo soy por lo que fui, sino
que soy y fui por lo que seré. Esta acción incesante, circular, hace de la
memoria misma un instrumento activo contra el tiempo, desbaratando su tiranía,
haciendo que la repetición convierta lo que parecería una clarividencia en una
lectura del pasado, invirtiendo la relación entre causa y efecto; y justamente
Roa Bastos en Vigilia del Almirante dice que el universo es infinito porque es
circular y que solo avanzando hacia atrás se puede llegar al futuro por su
esfericidad. Y Stephen Hawking en Historia del tiempo hace especulaciones
acerca de un posible cambio en la dirección del tiempo, de acuerdo con este
sentido inverso podríamos ver los trozos de un vaso roto esparcidos por el
suelo y advertir que los pedazos se reúnen repentinamente y saltan hacia arriba
recomponiendo el vaso entero sobre una mesa pues ¿qué memoria es ésa que sólo
recuerda hacia atrás? Y así también dice la Reina Blanca en Alicia a través del
espejo de Lewis Carroll, mientras rebobina vertiginosamente el tiempo y lo
desanda, de modo que primero grita, después le sangra el dedo y en seguida se
clava el alfiler,
origen de su grito en una sucesión causal. Podríamos hacer entonces
que el agua derramada entrara de nuevo en el cuenco, que se reabsorbieran las lágrimas,
que los muertos resucitaran, que las puertas cerradas volvieran a abrirse. ¿No
es ésa una verdadera memoria hacia adelante? Entonces podríamos responderle a
la Reina Blanca que la memoria es una actualidad de mil caras y que cada cara
recubre la memoria de otras mil caras y que el pasado estampa a veces sus
huellas infantiles en los muros agrietados del porvenir. Con la abolición del
tiempo irreversible, la angustia por la caducidad de las cosas, por un presente
que continuamente deja de ser, y todos los juegos son posibles. Los de
Wells, con su fabulosa máquina del tiempo; los de Horn, con su periódico de
mañana; los de Supervielle, con su niña recordada y proyectada en alta mar por
la nostalgia de su padre; los de Priestley, con sus sorpresivas intrusiones del
pasado y del porvenir; los de Beerbohm, con sus visitas al futuro; los de
Borges, hechos de múltiples combinaciones, hasta la más sencilla, la que
convierte en actuales todos los momentos, la de aquel memorioso Funes que
archivaba los días, que sabía hasta las formas de las nubes y podía compararlas
en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había
mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río
Negro la víspera de la acción del Quebracho.
Yo no tengo archivos mentales como el de Funes, ni recuerdo días en
los que no me sucedió ni me impresionó algo. Tengo en su lugar viveros o
almácigos que perduran, proliferan y se multiplican conmigo, como si tuvieran
su propio instinto de conservación. Esa memoria cuya acción es incesante y
circular es la que elijo, no es entonces esa melancólica añoranza de brazos
caídos que llamamos nostalgia, sino una memoria viviente y ávida, que se
encarna y reencarna para descubrir, para perseguir significaciones como por
primera vez. Mis recuerdos no son ausencias que vuelven a ser presencias, como
una sombra calcada, como una proyección incesante, pero inmóvil, semejante a la
de la linterna mágica o a la de esas fotografías de las que habla Roland Barthes
en La cámara lúcida y que son como intrusiones de la muerte en una realidad
efervescente ""Todos esos fotógrafos que se agitan a la captura de la
realidad no saben que son agentes de la muerte", dice. Y efectivamente, la
persona que posó, que fue sorprendida, solemne, tímida o desenvuelta, pero siempre
indefensa, enfrentó el oscuro ojo de la mira y el disparador, como en un
fusilamiento. El resultado es un cuerpo inerte, una proyección remota, un rígido
testigo de otro mundo incrustado en éste, viviente y agitado, una presencia
ausente, al igual que la de todos los objetos, por otra parte, a menos que se
sea animista y se los vea no imparciales, sino cargados de intención, de
simpatía, de rechazos, de vigilancia, trascendidos por su contorno del momento.
Pero en la fotografía, como en el recuerdo inmóvil, no hay contornos. Hay un
marco que no permite un más allá, hay un trozo recortado de lo que ya fue...
Pero en cambio aquí frente a mi memoria, soy yo misma el campo de las imágenes
que proyecto y que contamino con mi tiempo, con mis acaeceres, con mis dichas y
mis desdichas, mis luces y mis oscuridades. Se dice, tal vez sea una creencia
supersticiosa, que la repetición exacta de la atmósfera, de unas condiciones
especiales que se dieron una vez, pueden provocar la reaparición de una imagen
o de un hecho que fueron particularmente intensos, particularmente
significativos. Así la María Celeste podría verse intacta ciertos días, como
antes de su naufragio; el Holandés Errante deambula por los mares dispuesto a
reanudar su pacto con Satán para cruzar el Cabo de Buena Esperanza, y en
Maratón los atenienses se levantan de sus tumbas y prosiguen su lucha entre el
relincho de los caballos. Tal vez, sin proponérmelo, yo recreo en mí la
atmósfera necesaria pare que se produzca la repetición incesante, sólo que
retocada, contagiada por lo ya vivido. Tal vez tenga que ver con esta visión
abierta y misteriosa de todos los tiempos el hecho de que nací en La Pampa. La
Pampa, ese paisaje al que alguien llamó "distancia detenida, tiempo sin
aventura, vasta prisión sin rejas", cuando en realidad "pampa"
quiere decir "espacio"". Y tal vez sea este espacio el que yo llevo
en mi interior y en el que se producen como en una pantalla animada y particular
mis proyecciones; este espacio donde todo corre libremente, sin que nada se
oponga, sin barreras ni murallas para el tiempo ni las filtraciones de otras
zonas de la realidad que aparecen de pronto y fundan espejismos en las nubes.
La pampa es un espacio donde nada se pierde, donde todo se destaca. En la llana
soledad, cada pequeño hueso, cada mata, cada piedrecita, pueden adquirir de
pronto un relieve inusitado, insensato; se ponen a existir con una intensidad
tal que hasta te llaman, como esas plantas que adelantan su aroma antes de que
se las riegue para que no se las olvide: "Llévame, llévame en tu recuerdo"
parece decir el pájaro, la lagartija, el viento, y yo los he recogido. He hecho
de toda mi vida una prolongación vertiginosa de ese espacio en movimiento que
es la pampa, y he instalado allí uno por uno esos elementos dignos de ser
elegidos para siempre; les he sacado brillo como a las más prodigiosas de las
apariciones. De ese espacio recibí, hace ya muchos años, mis primeras lecciones
de abismo y de absoluto. En Toay está la casa donde nací, en un lugar que era
tan sólo oscuridades y malezas, cerrazones y misterios, y que ahora es un
paisaje prolijo, recortado, geométrico. Mi casa está muy lejos y muy cerca. Sé
lo que significa en mi emoción volver a sentarme en aquella galería, oír el
chirrido monótono del molino que ya no está y ver pasar las sombras y el color
de las horas. Esa casa es la única sobreviviente familiar que me queda, de
todos los que me antecedieron. Allí estaba cuando nací y tal vez esté allí
cuando me vaya. Siempre la sentí como un refugio: me amparaba en mis miedos y
en mis angustias. Y bien, en esa casa empecé a escribir cuando sólo sabía
hablar, jugando con las palabras, relacionándolas por sus sonidos y sus
posibles significados, sin duda a través de impotencias, exaltaciones y
asombros. Yo era una niñita tímida, reconcentrada y temerosa, acosada por
enigmas insolubles como lobos, y ahora comprendo que nombrar el mundo a mi
manera equivalía a poseerlo o a descubrir en mi propia expresión un lugar
permeable y comunicativo que me ayudaba a abordar lo extraño, lo ajeno, lo
Otro. Creo que supe desde muy temprano que la forma no era el límite, que había
prolongaciones invisibles. Y me dediqué a interrogar las sucesivas realidades que
hay detrás y que la incluyen, naturalmente, y siempre recibí como respuesta una
interrogación más. Por otra parte, creo que eso es la poesía: la permanente
interrogación. En cuanto a la evolución a través de los años, si bien es
evidente que el lenguaje se ha ampliado y que el estado de alerta frente a cada
paso del proceso creador se ha ido exacerbando, mis intentos de aproximación a
lo indecible se dirigen a los mismos centros: la búsqueda de señales de otros
planos de la realidad, la apelación a la oculta o manifiesta presencia de Dios,
los desplazamientos del tiempo y las transfiguraciones de la memoria, la
inmersión en el fondo de mí misma hasta el extrañamiento, y muchas otras
excavaciones en las experiencias de conocimiento y de liberación. Hablé antes
muy detalladamente acerca del tiempo y de la memoria porque son dos constantes
en mi escritura: transgredir el tiempo no es sólo una aventura, es también
esgrimir un arma contra su fatalidad, una rebelión contra la muerte. En esta
lucha -no importa la derrota- la memoria es una infatigable aliada, pródiga en
imaginación, en oportunidades y en recursos. No es el pasado sino el futuro
quien nos mata. Tal vez tenga razón Proust: "Tal vez hasta la resurrección
después de la muerte sea concebida como un fenómeno de la memoria". Tal
vez yo esté allí, dispuesta a resucitar con todos mis huéspedes, mis recuerdos,
tan desasosegada, tan lábil, tan cambiante como aquellos médanos y aquellos cardos
rusos y aquellos espejismos viajeros,
que aparecían, se deslizaban, crecían y cambiaban de lugar en aquel mágico
pueblo donde nací, en plena pampa, donde la oscuridad es otro sol.
(Conferencia pronunciada en la Universidad de Córdoba, 1991)
A mí me impacto esta forma de escribir, de expresarse y la manera es que me hizo pensar y recorrer mundos ignotos, necesito volver a leer, despacio y meditando, que bueno sería hablar con ella. Gracias por el texto
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