jueves, 24 de febrero de 2011

Olga Orozco hechicera de la memoria (Jorge Boccanera)


manuscritos de la poeta en su casa natal
foto: marisa negri



Galardonada recientemente con el premio mexicano“ Juan Rulfo”, la obra poética de Olga Orozco, es un homenaje al misterio. A sus últimos libros Con esta boca, en este mundo (1995) y También la luz es un abismo (1995), se acaban de sumar este año las compilaciones: Eclipses y fulgores y Relámpagos de lo invisible.
                Su poesía es un extenso collar de preguntas; al frotarlo aparece un relato, es siempre el mismo y es distinto: una niña despierta en medio de una cacería, corre tanteando las ruinas de otro sueño, una sombra le pisa los talones, debe atravesar una puerta, un muro, encontrar un talismán, una clave. Todo es imposible, pero en medio de la búsqueda se escribe el poema; surge a modo de conjuro.

Usted dijo que la infancia es como una semilla tatuada y habló alguna vez de la suya en La Pampa, ¿y sus años en Bahía Blanca?
-Estuve allí de los 8 a los 15 años. Iba al puerto cuando me permitían mis padres. Recuerdo al viento de Bahía, una cosa inolvidable; me acuerdo de esos lugares a los que Mallea después vio como misteriosos, y que yo no les encontraba el misterio;  el club Argentino, él habla como si hubiera un gran misterio en esos señores que se sentaban a hacer la digestión y a leer el diario en blandos sillones a la siesta, o en los chales y batones que se movían en una tienda que se llamaba Las Catorce Provincias ¿Qué idea tan curiosa del misterio que tenía?, ¿no? Hay más misterio en el recorrido de una hormiga, en espiar la huella que va dejando una lagartija.

Hay un personaje recurrente en su infancia que es su abuela.
- Era descendiente de irlandeses y me contaba un cuento diario. Ella decía que tenía 105, se aumentaba la edad por coquetería, cuando murió descubrimos que tenía 95. Fue un personaje muy importante en mi vida, se llamaba María Laureana. Me contó cuentos hasta que murió. Hasta los 28 años. Había noches que yo no podía ir a dormir y ella tampoco, entonces me iba a buscar a mi cuarto, nos levantábamos las dos, tomábamos fernet en el comedor y ella seguía contándome cuentos de indios, cuentos extrañísimos ,los diablos los ángeles, los castillos, las princesas, los ogros, los tesoros en el fondo de un lago custodiado por bichos fantásticos. Además de esos cuentos que podrían figurar en cualquier antología, hacía dulces, entendía de hierbas, de curaciones, conocía a los pájaros por su canto; era una sabia de la naturaleza

Pareciera que no hay tierra firme, usted dice: “mi casa es la que nunca termina de llegar”, y  también “escribo como quien hace un lugar para vivir”.
-Ese era un juego de la infancia que teníamos con mi hermana, el viajar en la casa por las noches; entonces, a través de todas las lecturas, de Julio Verne, 
e los relatos de piratas que habíamos leído; se apagaban las luces a la una de la mañana y para nosotras la casa se ponía en movimiento, empezaba a andar y nos llenábamos una a otra de miedo porque atravesábamos tempestades, pozos, témpanos de hielo que se nos venían encima.

Se refiere a su hermana Yola.
-Sí,Yola y yo teníamos edades muy cercanas, compartíamos los juegos, todas las fiestas, las mismas cosas.


Hay un poema a ella con un final tan rotundo: “cuando vuelva por mí la casa en que te vas”. Volvemos al tema de la casa.
-Sí, se llama “Tú la más imposible”, la más imposible de los muertos. Para mí era asombrosos despertar en el mismo lugar cada mañana, que el mundo no hubiera cambiado totalmente. Todo eso me asombraba, la unidad de lugar, la unidad de persona y la unidad de tiempo. Después me fui acostumbrando a eso como si hubiera vivido en otro lugar donde eso no existía, donde se podía estar en todas partes a la vez, en todas las épocas  y donde los lugares podían cambiar de fisonomía a piaccere.

¿Se sentía diferente a las demás chicas de su edad?
-Yo jugaba con las demás, pero era bastante reservada y  un poco solitaria; tenían que empujarme un poco para que compartiera los juegos. Además adivinaba muchas cosas; cuando lo empecé a comentar me di cuenta de que no era tan corriente y se transformó en algo secreto. Una sombrerera de Bahía Blanca, Felicitas Pugni me encontraba “condiciones extraordinarias para cualquier cosa de trasmundo” y me enseñó a tirar el tarot: era una señora muy curiosa, andaba con sombrero y cartera en su propia casa. Yo tendría 14 años y acompañaba a la mucama con encargos de mi madre. Un día me hizo levitar hasta acá (indica con la mano unos 40 centímetros del suelo).  Recuerdo que yo le decía a mamá: “hoy va a venir la tía Margarita a la hora del té y me va a regalar una muñeca”. Y esa tía, que habitualmente no solía venir, llegaba a las cinco con una muñeca. Siempre tuve esa facultad, videncias, premoniciones.

Alguien definió a la videncia como reflexión vertiginosa.
-Y bueno. Yo tuve relámpagos desde chica; inclusive a medida que crecí la fui perdiendo un poco. No creo que lo tengan todos los poetas tampoco; hay poetas muy descriptivos o muy reflexivos o muy objetivos que no tienen vislumbres de lo que hay detrás de las apariencias. 
Se podría leer su poesía como si se leyera una baraja. Usted tiene un poema, “Cartomancia”.
-Supongo que sí, porque con cada poema te llega en un oleaje de acuerdo a la época en que lo escribiste. Por eso hay series de poemas que se dan con un único tema, con alusiones a las cosas que sucedieron en determinado tiempo. Son los que configuran cada libro.


Ahí entra el tema del tiempo...
-El tiempo y la memoria juegan un papel permanente. Yo tengo una memoria como si actualizara todo; de pronto como si todo fuera presente; creo que la memoria va corrigiendo, inclusive a través de las cosas que me van sucediendo, les van dando otro color al pasado.


¿La memoria inventa?
-No creo; más bien interpreta, va completando interpretaciones. Yo digo que le hago respiración artificial a los recuerdos. Percibo las cosas que se evaden y se transforman. De ahí que quiera fijarlas en la memoria, pero no la memoria con un papel nostálgico sino con un papel activo, de lucha y de preservación contra el tiempo.


La bohemia como diálogo y festejo. ¿Qué nombres recuerda?
Molinari, a quien le hicimos varias comidas en homenaje por la demora en darle el Premio Municipal y el Nacional; también recuerdo a Girondo, Norah Lange, Ulises Petit de Murat, González Tuñón. Hablábamos de literatura, recuerdos de viaje, historias cómicas, anécdotas, mil cosas. Norah y yo nos disfrazábamos -ella tenía un baúl con caretas, boas de plumas, antifaces- y dábamos un discurso. También se bailaba, Norah tocaba el acordeón, otro el piano, los muchachos improvisaban números. Por ejemplo Julio Llinás y Edgar Bayley se ponía cada uno en un extremo del salón y desde el suelo trataban de avanzar con un esfuerzo infinito; esto podía durar horas y nunca llegaban a tocarse las manos.


¿Se siente cómoda dentro del rótulo “generación del 40?
-Ninguno tenía que ver con el otro. La evolución de cada uno fue diferente; unos con influencia clásica, otros marcadamente neorrománticos, también estaban aquellos influídos por Molinari y otros tributarios de Neruda. El poeta chileno influyó bastante en el lenguaje y legó el apogeo del gerundio, lo enumerativo, la incorporación de elementos que podrían haber sido considerados bastardos: zapatos, camisas, etc.  

Algunos críticos la ubican dentro del surrealismo, rótulo que a mi parecer no define la totalidad y complejidad de su obra.
-No me considero surrealista. tengo algún parentesco por mi actitud frente a la vida, imágenes oníricas, el valor de lo subconciente, la fe en distintos planos de la realidad y mi apuesta a la libertad, al amor, a la poesía -por sobre todas las cosas- que es una especie de bandera del surrealismo.


¿Es cierto que usted cantaba tangos? La periodista María Esther Gilio le adjudica voz de musa de arrabal.
-Me parece un título bastante honorífico. Cuando me preguntan qué clase de poesía hago, a veces digo que hago tangos con categoría. Me gustan Discépolo, Manzi, Expósito, Cátulo Castillo. En casa de Girondo, después de las dos de la mañana, él, que me tenía muchísimo cariño, me permitía cantar dos tangos; yo por dentro me sentía un ángel cantando, pero por fuera sonaba a perro. Le veía a todo el mundo intenciones de amordazarme.


Nómbreme algunos tangos de su repertorio.
-Sur, Che bandoneón y Una canción.

¿Qué ha cambiado en su poesía a través de los años?
-El nudo estaba desde el comienzo; obviamente se habrán dado algunos cambios; el lenguaje se habrá enriquecido. En algunos textos de los últimos años hay una especie de excavación en lo imposible. Me refiero a un mundo más desnudo, encerrado y exiguo; un mundo como el de Kafka o Becket, sin que esto signifique parentesco sino un paralelo.


Dice también que la poesía es una tentativa malsana y perversa
Si es malsana porque hay que atravesar cuando uno sube hasta esas alturas o desciende hasta esos abismos hay que atravesar territorios muy peligrosos, fangales, arenas movedizas, las palabras se te escabullen, las vas a tomar y huyen, huyen, crecen a medida que huyen y quieres alcanzarlas y no puedes, además hay que elegir y hay que mutilar muchas cosas, es perversa...además las ves resplandeciente por dentro de lejos, y cuando te acercas es como una mendiga, no?


Su poesía es el reverso de cuento de hadas; hay movimiento y un aire de aventura.
-Creo que sí, inclusive creo que las imágenes tienen algo de aventura, y hay soplo de fantasía infantil también. Todo está hecho un poco cinematográficamente. Es una construcción que por más que parezca muy libre,  es muy exigente, porque nunca digo una cosa en la línea 24 que se contradiga con algo dicho en la línea 2, lo que allá era arena acá es es agua Siempre digo que construyo los poemas como un arquitecto, no pongo una ventana donde hay una escalera. Hay quienes dicen que se puede alzar un elefante con una pestaña. Yo espero que todo sea imaginativo, por supuesto que acepto la imaginación al máximo, pero que sea visualizable, no que sea verídico, pero sí verosimil.


En su poesía hay un destino traspapelado que se encuentra y se extravía, y una cacería, una acechanza siempre.
-¿No es la muerte? Yo creo que es la muerte y la memoria, justamente, y la poesía, son para mí armas contra el tiempo y la muerte. Le voy echando poemas a la muerte para sobornarla. Yo tengo un miedo horrible de morirme a pesar de tener fe; eso es bastante comprensible, ¿no?


Corrige mucho los poemas?
-Corrijo mucho cada línea. Si paso a la segunda línea es que la primera ha pasado por muchas versiones y así sucesivamente, entonces al final del poema no corrijo casi nada, quizá algunas repeticiones, nada más.

-¿Qué hay en su búsqueda?
-Una mirada de perplejidad, aunque es un poco horadante. Intento una penetración a fondo, sin distracciones. Diría que mi poesía es de intemperies y desamparos. Creo que el verbo es el comienzo del mundo en casi todas las cosmogonías, y al descender fue creando distintos planos de la realidad objetiva en la que vivimos. Y el poeta, apostando cada vez más lejos, trata de ir revirtiendo esos planos, recorriéndolos otra vez hacia arriba para llegar a ese verbo primordial que dió nacimiento a todo. La poesía es una interrogación que se contesta con otra. Y no se llega a ese verbo primero, porque cuando se está cerca, se llega a la pregunta cuya respuesta es imposible porque está vedada de este lado del mundo. La pregunta, según Maurice Blanchot, es el deseo del pensamiento, y la respuesta es la desgracia de la pregunta.


Usted escribe con una piedra en el puño. Pienso en su tierra natal, La Pampa, y en los araucanos, la dinastía de los Curá (piedra) y de su jefe el cacique Calfucurá (Piedra azul).
-Yo escribo con una piedra en la mano, una piedra de San Luis en una mano y otra de Sicilia en la otra; claro que no puedo escribir con las dos piedras, pero las tomo alternativamente; una de San Luis que es donde nació mi madre y una piedra de Capo Dorlando de Sicilia donde nació mi padre. Y a veces tomo una piedrecita negra que me dió un chico del que estuve enamorada cuando tenía 6 años.Yo siento a las pìedras, las siento latir como si tuviera un corazón de pájaro en la mano.


*realizada en Buenos Aires, en junio de 1998

miércoles, 23 de febrero de 2011

Para Emilio en su cielo (Olga Orozco)


Emilio Gugliotta, hermano de la poeta.
Fuente: Casa Museo Olga Orozco

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Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;
tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras;
el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;
mi infancia, tan cercana,
en el mismo jardín donde la hierba canta todavía
y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,
entre los matorrales de la sombra.
-
Todo siempre es igual.
Cuando otra vez llamamos como ahora enó el lejano muro:
todo siempre es igual.
Aquí están tus dominios, pálido adolescente:
la húmeda llanura para tus pies furtivos,
la aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer,
las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.
-
¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!
¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!
Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho
y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.
-
¿Por qué habrás de volver acompañado, como un dios a su mundo,
por algún paisaje que he querido?
¿Recuerdas todavía la nevada?
-
¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,
tu morada de hierros y de flores!
-
Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,
extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,
tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran cenicientos pétalos
después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!,
la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.
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Espera, espera, corazón mío:
no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.
Otra vez, otra vez, corazón mío:
el roce inconfundible de la arena en la verja,
el grito de la abuela,
la misma soledad, la no mentida,
y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer
-
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en "Desde lejos" (1946)

martes, 22 de febrero de 2011

Un lugar donde todo es posible (Olga Orozco)





No sé si conocí a Alejandra Pizarnik frente a un taller de luces negras, donde las dos espiábamos los movimientos de los autómatas a través de la ranura anaranjada de un postigo; o si fue al bajar apresuradamente del tren fantasma, a punto de desaparecer, o del carrusel infinito, que en realidad era la serpiente que se muerde la cola; o quizás haya sido en aquel jardín zoológico, mientras tratábamos de descubrir los ojos de oxolotle, ese animal al que después teníamos que recortarle grandes trozos de blancura; o quizás hayamos convenido turnarnos para entrar y salir junto a esa placita neblinosa en la que solo cabía una persona, pero en la que siempre tenía que haber alguien. No lo sé, no lo recuerdo. A veces jugamos a juegos parecidos,  y en los años que corren desde su adolescencia hasta mis últimos diez años de memoria nos hemos encontrado muchas veces en momentos semejantes. Tal vez debajo de la palabra “fantasma” está la fecha exacta.
Pero lo explícitamente importante aquí no es nuestra amistad, a prueba de cualquier trampa de lo visible, sino su poesía, a prueba de cualquier máscara de lo invisible. La poesía, “ese lugar donde todo sucede”, donde todo es posible, ese lugar que con la religión y con la magia están hechos de un ácido que borra las fronteras del paraíso perdido en un relámpago de conjunción y de separación. Invocar, convocar, evocar- no en el sentido de recordar sino de recrear-, son los actos que se cumplen en cada uno de esos tres territorios, a veces en los tres, porque son actos que se entrecruzan para desatarnos las manos y los pies de este lado del mundo. Todos los que nos sentimos desterrados lo sabemos, porque existe una memoria del porvenir, que es la memoria de la verdadera patria, y existe la imaginación, que es la continuación de una realidad a distancia. Como ensayo de prueba y error contamos con la sed.
“En oposición al sentimiento de exilio, al de una espera perpetua, está el poema, tierra prometida” dice Alejandra Pizarnik con su sedienta voz de desterrada. Alejandra, como todo poeta desterrado, sabe que el poema-tierra prometida no es jamás esa tierra para sí mismo sino en el preciso momento de la creación, único instante y lugar del rescate; que el poema no es después sino un mapa aproximado de esa tierra, hecho con la tinta del exilio; que es un mapa incompleto; que de uno a otro poema se dan indicaciones del itinerario, calcos de flores y de faunas, perfiles orográficos y huellas de corrientes circulatorias. Porque la tierra prometida ha volado con nuestras propias alas, y nos ha arrojado en el vacío esa carta geográfica que tiene la forma de una sombra fosforescente.
Si nos despedimos de Alejandra Pizarnik en el momento en que esté a punto de comenzar su viaje, que es casi permanente, la veremos vestida de pequeña sonámbula, lúcidamente atenta a la menor señal.
El andén tiene la forma de un cuarto acolchado por la fiebre, las alucinaciones, los asombros, los terrores y las nostalgias extremas. Su equipaje es el ojo de la cerradura hacia dentro, un prisma para volver a componer la descomposición de la luz en una semilla de fuego, un documento de identificación con los rostros de sus rostros inasibles y un telescopio al revés para completar la órbita del sueño. No son armas de combate, ni siquiera de defensa; son instrumentos de delicada, de finísima precisión para todos sus trabajos de viajera de la noche. En cuanto al tren, tiene el aspecto de una jaula de mimbre quejumbrosa asediada por los lobos. Esa es la última visión que nos deja, antes de verla desaparecer, absorta, asomada al vaho que borra los últimos barrotes, como Alicia entrando en el país de los espejos.
Cuando volvemos a encontrarla, con su aire de expulsada del paraíso, nos trae Los trabajos y las noches. Nos lo entrega con una expectativa azorada e inquieta: no sabemos si se trata de un frasco de veneno o de una botella donde está encerrado el humo de todas las exploraciones. De la misma manera nos regala un lápiz perfumado, un caracol escrito, una lámina en donde se repite hasta el infinito el mismo soldadito. Para ella ha terminado el viaje del que sólo nos entrega un mapa, un dibujo en la pared; para nosotros comienza otro.
Nos internamos en su poesía. Es un país cuyos materiales parecen extraídos de miniaturas de esmalte o de estampas iluminadas; hay fulgores de herbarios  con plumajes orientales, brillos de epopeyas en poblaciones infantiles, reflejos de las heroínas que atraviesan los milagros. En esos territorios la inocencia desgarrada recubre paisajes inquietantes y las aventuras son un juego con resortes que conducen a la muerte o a la soledad. Para perderse o para no perderse, Alejandra ha ido marcando el camino hacia sus refugios con resplandecientes piedrecitas de silencio, que son condensaciones de insomnios, de angustias, de sed devoradora. “Atesoraba palabras muy puras para crear nuevos silencios”, dice justamente en uno de sus poemas. Y son exactamente palabras tan puras que tienen la levedad del vuelo, la brevedad del trazo de las imágenes que representan, la transparencia del mundo que recrean. Frente a esos albergues donde Alejandra se somete a sus experimentos, visión inversa de “la niña de alta mar”, se tiene la sensación de sucesivos espacios inmóviles en los que el aire ha sido respirado hasta el agotamiento, en exhaustiva ceremonia, sin hablar, para no romper el fragilísimo proceso de las trasmutaciones, para no ahuyentar ese “pájaro asido a su fuga”, para no mover ese “aire tatuado” por las ausencias, que han quedado sumergidos como burbujas dentro de una pared de cristales en fusión.
El encantamiento está logrado. Pero antes de que se desvanezca, antes de que se aleje con la tierra prometida, es necesario que la palabra obre como un conjuro sutil. Y la palabra consigue ese milagro: retiene la expresión más inasible, fija la permanencia de la fugacidad en esas pequeñas cárceles atmosféricas que pueblan la poesía de Alejandra Pizarnik.

Olga Orozco en
Número monográfico de la revista Poin of Contact  dedicado a la poeta Alejandra Pizarnik.
Edición a cargo de Ivonne Bordelois y Pedro Cuperman. New York- USA / 2010