domingo, 18 de octubre de 2009

Presentación de El jardín posible (por Eduardo Mileo)


El libro que presentamos hoy es uno de nuestros orgullos editoriales. Creemos que hemos hecho un buen trabajo de recopilación, elección y síntesis de la obra de una de nuestras más grandes poetas, que además contiene un bello dossier fotográfico. La tarea de recopilación y ordenamiento de Marisa Negri fue exhaustiva y minuciosa, y merece el más fervoroso aplauso. Los méritos de esta obra le caben casi totalmente a ella, una apasionada de Orozco, y una mujer que no se arredra ante las dificultades. Hubiéramos deseado incluir en esta antología algunos poemas póstumos, pero se sabe que los grandes intereses editoriales no son demasiado permisivos, y no pudimos hacerlo. Pero aquí está El jardín posible, hecho realidad.

A Olga Orozco se la ha vinculado a la estética surrealista como a la neorromántica, pero la su obra es singular por varios motivos. Exploradora de la noche, del sueño, de las sensaciones oscuras, del misterio que encierran los pequeños enigmas de la vida, que no tiene su límite en lo sensorial o en lo visible, Orozco resuelve el tiempo en sus dos instancias decisivas: nacimiento y muerte. Y entre ellos cifra la lengua de un presente continuo hecho de pasado y futuro: una infancia que no quiere separarse de ella, y que ella no podrá dejar.

En un reportaje que publicó Alicia Dujovne Ortiz hace muchos años en el diario La Opinión, la poeta decía: “Mi infancia comenzó en Toay, en La Pampa, y te digo que comenzó porque no ha terminado. Siguió creciendo conmigo y ha estado siempre latente, en todas mis edades, con su carga de terrores, de asombros y de misterios. (...) Es como la proa de un jardín sin límites. (...) En esa casa y en ese jardín soy una niñita extraña y tímida que juega a ser invisible o a convertirse en otra (...) mi infancia es un refugio y una intemperie; tal vez como todas las infancias, que acaso no hagan más que seguir el arquetipo de la infancia del hombre sobre la tierra desconocida”. Creo que en estos conceptos se condensa la poesía de Olga Orozco.

Infancia de sí, pero también infancia de la lengua: la poeta busca en el origen el magma que le devuelva el oro vital. Alquimista de su propia vida en su propia lengua, ella muere en cada palabra para que el poema se vuelva infancia.

Desde sus dos primeros libros —Desde lejos (1946) y Las muertes (1952)— se revelan los dos momentos que marcan su escritura: infancia y muerte. La infancia como un aprendizaje de la muerte. La muerte como una espera de la infancia. Se espera hallar el paraíso perdido, el sitio en el que la mirada es la lengua universal, un lugar donde no es necesario hablar porque la lengua es una con el cosmos. Ese abrazo hace perder el cuerpo, lo disuelve en su origen. Sintropía intuitiva. Religión pagana, adivinación, arcanos. Tarot de cartas escritas a una madre universal. Infancia de la infancia, útero. Olga Orozco nos revela que su asombro es descubrir que ya lo sabía. Su poesía inventa un mundo que pueda ser habitado en la muerte. Al modo egipcio, prepara las palabras para el viaje.

En su poema “Señora tomando sopa”, del libro Con esta boca, en este mundo, de 1994, la poeta dice:

Detrás del vaho blanco está la orden, la invitación o el ruego,

cada uno encendiendo sus señales,

centelleando a los lejos con las joyas de la tentación o el rayo del peligro.

Era una gran ventaja trocar un sorbo hirviente por un reino,

por una pluma azul, por la belleza, por una historia llena de luciérnagas.

Pero la niña terca no quiere traficar con su horrible alimento:

rechaza los sobornos del potaje apretando los dientes.

Desde el fondo del plato asciende en remolinos oscuros la condena:

se quedará sin fiesta, sin amor, sin abrigo,

y sola en lo más negro de algún bosque invernal donde aúllan los lobos

y donde no es posible encontrar la salida.

Ahora que no hay nadie,

pienso que las cucharas quizá se hicieron remos para llegar muy lejos.

Se llevaron a todos, tal vez, uno por uno,

hasta el último invierno, hasta la otra orilla.

Acaso estén reunidos viendo a la solitaria comensal del olvido,

la que traga este fuego,

esta sopa de arena, esta sopa de abrojos, esta sopa de hormigas,

nada más que por puro acatamiento,

para que cada sorbo la proteja con los rigores de la penitencia,

como si fuera tiempo todavía,

como si atrás del humo estuviera la orden, al invitación, el ruego.

Infancia y muerte. Los que van a morir reviven: se recuerdan. Toda su vida en un instante eterno. Las muertes de Orozco la ponen a vivir entre sus ángeles. Las alas de su deseo son los colores de su pasión. No hay dos porque no hay uno, y todo es otro.

Infancia y muerte. Las casas, las cosas, las risas, los roces, las sombras, los nombres. ¿En qué noche oscura del alma volvemos a crearnos? ¿Acaso nuestro nombre no alcanza para morir?

La vida es un paraíso pobre, pero es el único jardín posible.

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